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Miraba á su primo con satisfacción. ¡Cómo le querían! ¿eh? ¡Cómo sentían la necesidad de no dejarlo solo, resarciéndole de la antigua frialdad! ¡Oh, la familia!... Hasta á Urquiola alcanzaba su gratitud. No podía permanecer indiferente con aquel muchachón que le llamaba tío á boca llena, extendiendo á él su lejano parentesco con la señora. Además le protegía en sus deseos de enfermo.

No tenía muy robustas piernas el escribiente, muchachón enclenque y larguirucho; y a breve distancia perdió fuerzas, tropezó con un tronco, cayó de bruces... Tendido en el suelo sintió que se acercaba un hombre y que dos hercúleos brazos lo ataban codo con codo, lo registraban y le quitaban el revólver... Pidió gracia por la vida... Nadie le contestó... Pero un violento puntapié lo obligó a levantarse... Vio entonces que tenía enfrente un gaucho forajido.

Oigan ustedes a don Lucas Mentirola. Ese viene siempre de donde sucede algo. ¿Ha habido fuego? Vengo de allí. Hace estragos horrorosos. ¿Ha llegado el tenor nuevo? responde, le acabo de dar un abrazo: viene gordo, y su voz es un portento; le hice entrar en un portal y cantar un rato... por lo hizo. Es un gran muchachón: rubio, alto, ¡extranjero!

Y no había más que verle para convencerse de ello: ya era otro hombre; vestía con más esmero que antes; miraba con más firmeza; andaba mejor; hablaba menos, pero más al caso... en fin, no era ya el muchachón aturdido y abandonado a sus rarezas, sino el mozo discreto y convencido de algo, con su poco de carácter y su sello de legítima personalidad.

Algunas mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando fuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle. «Van ustedes perdidos» nos dijo una que tenía en brazos un muchachón forrado en bayetas amarillas. Buscamos la casa de D. Francisco Bringas. ¿Bringas?... ya, ya dijo una anciana que estaba sentada junto a la gran reja . Aquí cerca.

Cuando una vez por semana bajaba el mayor de los zagales a Matanzuela para llevarse las provisiones de vaqueros y yegüerizos, el aperador gustaba de hablar con este muchachón rudo y sombrío, que parecía un superviviente de las razas primitivas. Siempre le hacía la misma pregunta. Vamos a ver. ¿Qué es lo que te gusta más? ¿Qué es lo que deseas?...

Pero no, uno se enamora de una mujer, y no de dos mujeres a la vez. Esta reflexión lo tranquilizaba. Muy joven era este muchachón de veinticuatro años. Nunca el amor había penetrado plena, franca y abiertamente en su corazón. Sólo conocía el amor por las novelas ¡y había leído tan pocas!