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Le gustaba correr el mundo y ver de todo, y para lograrlo a su antojo, como era rico por su casa y le sobraba el dinero, le corría de aquella manera, comprando alhajas «a todo coste» en las grandes ciudades de la tierra, para cedérselas a los pobres hombres y a las buenas mozas de los lugarejos por un pedazo de pan.

¿Cómo? preguntó cándidamente Paulita; ¿son esas las salvajes que usted dice? No, contesta Juanito imperturbable; se han equivocado... se han cambiado... Esos que vienen detrás. ¿Esos que vienen con un látigo? Juanito hace señas de que , con la cabeza, muy inquieto y apurado. ¿De modo que esas mozas son los cochers?

¿Conque dijo escupiendo en el suelo con aire de desprecio eres el que proporcionas al señorito las mozas de la gañanía pa que se divierta?... Harás carrera, Rafaé. Ya sabemos pa lo que sirves. El aperador saltó como si recibiese un navajazo. Yo sirvo, pa lo que sirvo. Y pa matarme con un hombre cara a cara si es que me farta.

Como moscas acudían a su tenducho reluciente los pobres papanatas de la feria, y como moscas caían en la miel de sus ponderaciones y lisonjas, dejando en el cebo engañador hasta el último maravedí de los ahorrados para fines bien distintos. Para las mujeres, sobre todo, tenía el charlatán un anzuelo irresistible; y para las buenas mozas, en particular, un «aquel» que las atolondraba.

Estoy convencido dijo enfáticamente de que semejantes cosas sólo les pasan a las señoritas educadas en el pueblo y con ciertas impertinencias y repulgos.... Que les vengan a las mozas de por aquí con síncopes y desmayos.... Se atizan al cuerpo media olla de vino y despachan esta faena cantando. No, señor, hay de todo.... Las linfático-nerviosas se aplanan.... Yo he tenido casos....

Pero el maestro Lucas pecaba de generoso, y en el juego, el vino y las mozas de partido derrochaba sus ganancias. Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y el maestro Lucas era uno de sus obligados comensales en los días de mantel largo.

Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma, y pudiera tomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto instinto adivinatorio que hay en las mujeres y sobre todo en las mozas, por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se puso colorada como una guinda, y no contestó nada.

De cuando en cuando cruza la plaza una mujer con un tablero en la cabeza, cubierto con un mandil a rayas rojas y azules; otras veces se llega a la fuente una moza, una de estas mozas blancas, con grandes ojeras, y llena un cántaro de agua. Y el viejo reloj da sus lentas campanadas. Y un vendedor lanza a intervalos un grito agudo. Este es un vendedor de almanaques.

Llegaban, sin duda, de alguna finca de los alrededores. Al pasar junto a la fuente, Beatriz no pudo reprimirse, e inclinado su cuerpo, pidió con el gesto a las mozas que la alargasen un cántaro. Luego, echando el velo hacia atrás y pegando su boca al barro humedecido, diose a beber como una zagala.