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Actualizado: 17 de junio de 2025


Había envejecido bastante: la calva, ya dilatada, se la cubría un gorro de terciopelo morado; más flaco y más pálido; el bigote canoso había quedado reducido, merced al lento pero continuado trabajo de la navaja, por entrambos lados, a una motita debajo de la nariz. Buenos días, tío, ¿cómo sigue V.? Hola, Miguel: bien, ¿y ? respondió D. Bernardo sin apartar la vista del periódico.

Todo en Doña Clara manifestaba salud y lozanía, y, sin embargo, en torno de sus ojos, fingiéndolos mayores y acrecentando su brillantez, se notaba un cerco obscuro, como el morado lirio. Era Doña Clara más alta que su amiga Lucía, bastante alta también, y, aunque delgada, sus formas eran bellas y revelaban el precoz y completo desenvolvimiento de la mujer.

Frígilis olvidó el guante y el gato, y quedó arrobado oyendo el repiqueteo estridente, fresco, alegre del jilguero de sus amores. Petra escondió en el seno de nieve apretada el guante morado del Magistral.

Esta maniobra se repite cuatro o cinco veces y le da siempre la victoria; pero al fin otro, que no carece de valor, descubre su táctica y la aplica mejor todavía. Ante ese espectáculo, Gertrudis siente grandes ganas de reír; quiere reprimirlas a la fuerza, se mete el pañuelo en la boca y contiene la respiración hasta que el rostro se le pone morado.

Apenas si veía brillar confusamente sobre el tablado las labores de plata de los negros terciopelos, las armas de la Inquisición y del Rey bordadas sobre el morado dosel que exornaba los sitiales carmesíes, y, hacia el centro de la plaza, el oro del frontal color de sangre que prescribía la liturgia de aquel tremendo holocausto.

Ya en lo alto, es recibido por una mujercita con kimono morado y sembrado de grandes ibis; es la señorita Chadd, que, según se dice, danza en los music-halls, pero que principalmente desempeña otras profesiones menos confesables; pertenece a la «gente alegre» y se gana la vida desayunando, comiendo y bailando el tango en diversos establecimientos de la capital.

Daban la guarda a uno y otro lado de la puerta dos maniquíes vestidos de reyes de armas del siglo XVI, con gigantescas adargas y dalmáticas auténticas de terciopelo morado, bordadas de castillos y leones, y frente por frente, en el otro extremo de la pieza, y en una especie de ancha, alta y profunda hornacina, a que se subía por tres gradas de mármol blanco, había un diván turco, cubierto el pavimento por legítima alfombra de Persia y mullidos almohadones de raso y terciopelo, y decorados el techo y las paredes con mosaicos romanos y de Pompeya, bajos relieves egipcios y brillantes azulejos moriscos.

Vestía en aquel momento un traje morado obscuro extremadamente ceñido y plegado al cuerpo, y si bien, a petición suya, se los hacían ya un poco más largos, todavía al bajarse para cortar las flores enseñaba gran parte de unas espléndidas y bien torneadas pantorrillas, que corrían pareja con los brazos de marras.

Por cierto que no se explicaba mal ni dejaba de tener su lado interesante mi rudo interlocutor, en quien apenas me había fijado hasta entonces. Era un mocetón fornido, ancho y algo cuadrado de hombros; vestía pantalón azul con media remonta negra, sujeto a la cintura por un ceñidor morado; y sobre la camisa de escaso cuello, un «lástico» o chaquetón de bayeta roja.

Alrededor de los ojos negros y brillantes advertíase un círculo morado que les comunicaba gran tristeza; en los pómulos, bastante acentuados, tenía dos rosetas de mal agüero, para el que haya visto desaparecer deudos y amigos en la flor de la vida.

Palabra del Dia

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