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Actualizado: 28 de junio de 2025


Aresti sintió deseos de reír, viendo cómo se doblaban aquellos monigotes humanos que seguían con sus cuerpos el esfuerzo de los contendientes, fatigándose en un trabajo inútil, para transmitirles su energía. Transcurrieron algunos minutos. El Chiquito trabajaba más aprisa que su rival. Subía y bajaba la palanca con tanta rapidez que apenas se la veía.

Primero, los moros, en los ruidosos alalíes con que solemnizaban sus festividades, gozaban en hacer grandes hogueras; los cristianos adoptaron después esta costumbre, como muchas otras; lentamente, el número de fallas fue limitándose en el año, hasta quedar las de San José, que hacían los carpinteros para solemnizar la fiesta de su patrón y la llegada del buen tiempo, en el que ya no se trabaja de noche; hasta que por fin, el espíritu innovador del siglo hermoseó la falla, dándole un aspecto artístico, encerrando el montón de esteras y trastos viejos entre cuatro bastidores pintados y colocando encima monigotes ridículos para regocijo de la multitud.

Otro en su lugar no se habría dado por vencido en estas luchas, y hubiera inundado de coplas y de monigotes a España entera, para ofrecernos en cada disgusto un testimonio de que él era tan poeta y tan pintor como los mejores, o de que si no lo era todavía, lo iría siendo poco a poco; pero Ángel, para honra suya y tranquilidad de los españoles incautos, aprovechó las caídas para estimar el valor de lo que a él le estaba vedado, y empleó las fuerzas que otro hubiera gastado en odiar a los que eran lo que él no podía ser, en admirarlos quieta y sosegadamente, porque sabían expresar las más altas ideas con los procedimientos más sencillos.

¡Bailad tranquilos, granujas alegres e insolentes; mirad la falla, burgueses bondadosos; reíd como gallinas cacareadoras, mujercillas que celebráis las contorsiones de los monigotes!

De repente, hizo presa en aquellos adornos, y en un segundo los devoró, escupiéndolos después como negras pavesas, que revoloteaban sobre las cabezas de la muchedumbre. Los monigotes, firmes y en pie, ardían como grandes antorchas con un inquieto plumaje de llamas. Andresito recordaba los cristianos embreados que iluminaban con sus cuerpos el camino de Nerón.

Y luego, ¡qué asco le producían los imbéciles que en aquellos salones al aire libre bailaban como monigotes, sin advertir que el gentío se divertía con sus saltos! En uno de aquellos pabellones estaría su hermano Rafael.

No estaba mal aquello, para ser obra de gente tan ordinaria como el cafetinero y sus cofrades. Los monigotes eran siete bebés colosales, que componían una orquesta abigarrada, y en el centro, un caballero de frac y batuta en mano. ¿Qué intención oculta tenía aquello? Pero Amparito soltó la carcajada inmediatamente. El tupé descomunal y grotesco del director de orquesta se lo explicó todo.

Item más, un paquete con un cáliz y dos crucifijos, todo ello de plata de ley y hallado por en la iglesia de San Dionisio de Narbona, durante el saqueo de aquella ciudad; objetos que me apropié para evitar que cayeran en manos peores que las muy limpias de un arquero del rey Eduardo. ¡Corriente, monigotes! La cuenta está completa.

Mi tía había sido muy religiosa; aunque víctima en los últimos tiempos de un padre escolapio, que le había eliminado graciosamente algunos miles de pesos, su fervor por los frailes y monigotes corría parejas con sus entusiasmos políticos: de modo que a su entierro asistían todos los clérigos de las parroquias principales, correctos la mayor parte, y una delegación de cada cofradía: franciscanos, dominicos, etc., incorrectos bajo el punto de vista de la higiene personal.

Los señores canónigos cantan todos los días al otro lado de esa pared, sin sospechar que sobre sus cabezas hay tales alegrías. ¿Y las vidrieras, tío? Fíjese usted bien. Al principio ciegan tantos colores, se confunden las figuras, el plomo corta los monigotes y no se adivina nada. Pero yo he pasado tardes enteras estudiándolas, y me las al dedillo.

Palabra del Dia

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