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Actualizado: 13 de octubre de 2025
Diez mil animales, quince mil, tal vez más, se habían perdido... ¡Qué hacer! decía Madariaga con resignación . Sin tales desgracias, esta tierra sería un paraíso... Ahora lo que importa es saber salvar los cueros.
Por eso vengo á despedirme dijo Desnoyers con altivez . Sé que es una pasión absurda, y quiero marcharme. ¡El señor se va! siguió gritando el estanciero . ¡El señor cree que aquí puede hacer lo que quiera! No, señor; aquí no manda nadie mas que el viejo Madariaga, y yo ordeno que te quedes... ¡Ay, las mujeres! Únicamente sirven para enemistar á los hombres. ¡Y que no podamos vivir sin ellas!...
Su ingreso en la familia de Madariaga sirvió para que éste atendiese con menos interés á sus negocios. Tiraba de él la ciudad, con la atracción de los encantos no conocidos. Hablaba con desprecio de las mujeres del campo, chinas mal lavadas, que le inspiraban ahora repugnancia.
Cinco años llevaba Desnoyers en la casa, cuando un día entró en el escritorio del amo con el aire brusco de los tímidos que adoptan una resolución. Don Julio, me marcho, y deseo que ajustemos cuentas. Madariaga le miró socarronamente. ¿Irse?... ¿por qué? Pero en vano repitió sus preguntas. El francés se atascaba en una serie de explicaciones incoherentes. «Me voy; debo irme.»
Las gentes del campo trasladaban al apellido el título de respeto que precede al nombre, llamándole don Madariaga. Compañero dijo á Desnoyers un día que estaba de buen humor, lo que en él era raro , pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele de lejos. ¿Por qué sigue en esa perra vida?... Créame, gabacho, y quédese aquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.
Desnoyers tuvo que arrancar á su hijo de las enseñanzas del abuelo. Era inútil que hiciese venir maestros para Julio ó que intentase enviarlo á la escuela de la estancia. Madariaga raptaba á su nieto, escapándose juntos á correr el campo. El padre acabó por instalar al niño en un gran colegio de la capital cuando ya había pasado de los once años.
Madariaga le interrumpió, fatigado de tanta grandeza. «Mentiras... macanas... aire.» ¡Hablarle á él de noblezas de gringos!... Había salido muy joven de Europa para sumirse en las revueltas democracias de América, y aunque la nobleza le parecía algo anacrónico é incomprensible, se imaginaba que la única auténtica y respetable era la de su país.
Además, ¡tienen tan poco orgullo! continuó Madariaga con tono irónico . Cualquier gringo de éstos, cuando es dependiente en la capital, barre la tienda, hace la comida, lleva la contabilidad, vende á los parroquianos, escribe á máquina, traduce de cuatro á cinco lenguas, y acompaña, si es preciso, á la amiga del amo como si fuese una gran señora... todo por veinticinco pesos al mes. ¡Quién puede luchar con una gente así!
Otras veces eran señoritos de Buenos Aires, que pedían alojamiento en la estancia, diciendo que iban de paso. Don Madariaga gruñía: ¡Otro hijo de tal que viene en busca de los pesos del gallego! Si no se va pronto, lo... corro á patadas. Pero el pretendiente no tardaba en irse, intimidado por la mudez hostil del patrón.
Cuando Pepe quiso contestar, la dama ya se había alejado con pie rápido. Quedó unos instantes inmóvil y pensativo. Luego, a paso lento, balanceándose, comenzó a dar la vuelta a los salones, deteniéndose ante las mujeres hermosas, examinándolas con mirada impertinente, como un bajá en el mercado de esclavas. Lola Madariaga se había apoderado de Raimundo.
Palabra del Dia
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