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Juan Jerez tampoco fue esa noche; y por cierto que esa vez Lucía le llevó, para que lo luciese, un collar de perlas: «A no me lo conocen, Sol: yo nunca me pongo perlas»; pero doña Andrea, que ya había comenzado a dar muestras de una brusquedad y entereza desusadas, tomó a Lucía por las dos manos con que estaba ofreciendo el collar a Sol, que no veía mucho pecado en llevarlo, y mirando a la amiga de su hija en los ojos, y apretando sus manos con cariño a la vez que con firmeza, le dijo con acento que dejaba pocas dudas: «No, mi niña, no», lo que Lucía entendió muy bien, y quedó como olvidado el collar de perlas.

No pudo conseguir semejantes esperanzas de otro, que exhortado del P. Tolú á que ajustase las cuentas de su conciencia con Dios por medio de los ejercicios espirituales, luciese confesión general antes de emprender un largo viaje le protestó con varios colores aparentes, que no podía; mas apenas había caminado pocas leguas, cuando sorprendido de una furiosa enfermedad, en pocos días se puso en camino para la otra vida, con poco ó ningún aparejo.

En comprobación de este aserto contaba D. Fadrique varias anécdotas, entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la del bolero. D. Fadrique bailaba muy bien este baile cuando era niño, y D. Diego, que así se llamaba su padre, se complacía en que su hijo luciese su habilidad cuando le llevaba de visitas ó las recibía con él en su casa.

Las veces que se salió á estas cosas y á escaramuza, inviaban tan pocos, que nunca se hizo cosa que luciese, porque en lugar de reforzarlos y ayudarles con gente, cuando iban ganando tierra á los enemigos, apenas eran llegados á las manos cuando los mandaban retirar, y hacíanlo de manera que siempre dejaban allá los mejores soldados, por no ir á la vanguardia á dar la orden que se retirasen, sino darla en la retaguardia, y así venían á quedar solos los que iban delante.

El perfil de Bailón, y el brazo y pierna, como troncos añosos; el forzudo tórax, y las posturas que sabía tomar, alzando una pataza y enarcando el brazo, le asemejaban á esos figurones que andan por los techos de las catedrales, espatarrados sobre una nube. Lástima que no fuera moda que anduviéramos en cueros, para que luciese en toda su gallardía académica este ángel de cornisa.

Todos los devotos enviaban sus joyas para que las luciese en el paseo la Santísima Macarena. Las mujeres exhibían las manos limpias de adornos en esta noche de religioso dolor, contentas de que la madre de Dios ostentase unas joyas que eran su orgullo. El público las conocía, por verlas todos los años, y llevaba la cuenta, señalando las novedades.

Habrá que ve a la Macarena decían en los corrillos comentando la decisión del torero . La señá Angustias va a llená el «paso» de flores. Lo menos se gasta sien duros. Y Juaniyo va a ponerle a la Virgen toas sus alhajas. ¡Un capitá!... Así era. Gallardo reunía todas sus joyas y las de su mujer para que las luciese la Macarena.

La Sra. de Figueredo tendría entonces de veinticinco a treinta años: era una de las mujeres más hermosas, elegantes y amables que he conocido. Su marido, ya muy viejo, era quizá el más rico capitalista de todo el Brasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos de escatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requería.