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Me dejé caer ante la cama, y cubriendo de besos las manos de Marta, le supliqué que tuviera compasión de , quería hablarle, le decía, tenía un peso que me aplastaba el pecho, que me sofocaba: iba a ahogarme. Ella no se despertó. Recogida en su dolor, yacía, triste esqueleto. En sus pómulos se encendían pequeñas llamaradas. La respiración silbaba.

¡Quiere decirse que le viste con ella y te quedaste tan fresco! gritó la joven, furibunda, echando llamaradas de los ojos. No me quedé fresco... Me alboroté mucho; pero después vino la reflexión. Lo que importa, me dije, no es que él muera, sino que ella aprenda. Y has aprendido. ¡Pues si yo les llego a ver...! Si les llegas a ver, acuérdate de . Hazte santa como yo... Les miras y pasas...

Durante largo rato seguí con los ojos las llamaradas, que la obscuridad concluyó también por absorber. El reloj dio las nueve y el viejo doctor entró. Permaneció mucho rato sentado en mi silla, silencioso, después me acarició la mano al despedirse y dijo: Continúe usted con el fenol, toda la noche.

Antes los galanes, cuando no podían comunicarse con sus amadas, las citaban en las iglesias, donde la religiosa oscuridad protegía el trasiego de las cartitas, el apretón de manos u otro desahogo de peor especie, mientras los padres embobados contemplaban las llamaradas del cuadro de Ánimas del Purgatorio.

Entró en palacio. La sombra de la catedral, prolongándose sobre los tejados del caserón triste y achacoso del Obispo, lo obscurecía todo; mientras los rayos del sol poniente teñían de púrpura los términos lejanos, y prendían fuego a muchas casas de la Encimada, reflejando llamaradas en los cristales. El Magistral llegó hasta el gabinete en que el Obispo corregía las pruebas de una pastoral.

Y al mismo tiempo, ella, tan grave y silenciosa en visita, hacía fluir de sus labios un chorro constante de palabritas melosas que le adormecían y embriagaban. El fuego, que se adivinaba al través de sus grandes ojos misteriosos y traidores, brotaba ahora con vivas llamaradas.

Procura que si las obras son malas la facha sea buena. ¡Siquiera la facha! ¡Ya me imagino al charro! ¡Ja, ja, ja, ja! El buen servidor gustaba de bromearse conmigo; se complacía en tratarme como a un niño en quien conviene apagar las llamaradas de una vanidad jactanciosa. Acaso no cuadraban con el carácter de Andrés, grave, formal, modesto, casi adusto, ciertas genialidades y ligerezas del mío.

Entonces la furia de la impotencia le hacía dar saltos desiguales, convulsiones de epiléptico en que se torcía irritado, espumarajeando, con desesperada proyección al fin, caía domado y exánime, despidiendo sólo a intervalos un escaso chorro, separado por largos espacios, como las llamaradas postrimeras de la luz que se extingue.

A los tres meses de casados tuvieron una niña, Conchita; un año después un muchacho, al que pusieron por nombre Rafael, y por fin, la menor, Amparito, último fruto de unos amores que se extinguieron tras rápidas e intensas llamaradas.

Tampoco me fue posible dormir aquella noche. Además, todos estaban despiertos alrededor de la granja. Serpeaban a ras de tierra llamaradas, de un extremo a otro de la llanura. Los turcos continuaban la matanza. Al siguiente día, cuando abrí la ventana como la víspera, la langosta había emigrado. Pero, ¡qué ruina dejaron tras de !