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Actualizado: 4 de mayo de 2025


A sus oídos llegaba muy aumentado el ruido de los excesos revolucionarios y de las impiedades diariamente vertidas por las hojas periódicas de la capital, aunque ella jamás osaba leerlas.

Sin embargo, siento verme obligado a manifestar que al ponerse en camino, Ah-Fe rompió tranquilamente el sello de ambas cartas, y después de intentar leerlas al revés y de lado, las dividió por fin en cuadritos primorosamente cortados, y en tal disposición los vendió por una bagatela a un hermano amarillo con quien durante su camino tropezó.

Conforme iba escribiendo arrojaba las cuartillas al suelo, sin leerlas y sin numerarlas. A las doce entraba su criado a traerle el almuerzo, recogía las cuartillas esparcidas y las llevaba a la imprenta. Los impresores temían a las cuartillas de Balzac. Era para ellos como una pesadilla. En pruebas, las rehacía totalmente.

Ni por esas. Nieves no se puso colorada ni se apuró lo más mínimo. Respondió lisa y llanamente que allí estaban las cartas, si quería leerlas, y que si no le había enseñado las recibidas durante los dos últimos años, consistía en que precisamente era ese el tiempo corrido desde que ella había caído en la cuenta de que no tenía substancia maldita la retórica de su primo.

Para creer que semejantes cosas están escritas, es necesario leerlas; por cuya razon al exponer el sistema de Fichte, copiaré sus mismas palabras.

Los criados se habían retirado ya. De pronto apareció Mauricio en el comedor, diciendo que alguien me buscaba. ¿A ? pregunté sobresaltado. , traen una carta.... ¿Quién la trae? No lo conozco. Me levanté precipitadamente en busca del desconocido. Me traía dos cartas: una de Linilla y otra de tía Pepa. Corrí a leerlas. ¿Qué pasa? preguntó don Carlos. ¿Algo de cuidado? Abrí el pliego.

Abrió su escritorio, buscó en un cajón y sacó cinco ó seis pliegos de papel, doblados. Eran las cartas dirigidas por Héctor á Herminia y que ésta había entregado á la señorita Guichard sin leerlas: cartas insignificantes de un buen muchacho á una prima á quien quiere inflamar y que no salían del nivel de la medianía en achaque de amplificaciones sentimentales.

Por impulso propio no había entrado jamás en una librería a comprar alguna. No sólo era aficionado a leerlas, sino lo que aun es más raro, se enternecía notablemente con ellas. Porque guardaba en su pecho un gran fondo de sensibilidad. Era una flaqueza de su organismo, lo mismo que el asma y el reuma. Las desgracias del prójimo, la miseria, le compadecían extremadamente.

Melchor las tomó con cierta displicencia, preocupado con el incidente en el Paso, y fue a sentarse en el escritorio, donde se aplicó a la tarea de leerlas mientras Lorenzo hacía lo propio acompañando a Ricardo en la mesa, junto con Baldomero.

Y así seguía el tendero del Mercado, ensartando sus frases rebuscadas ante la admiración ingenua de su esposa, que veía en él un ser superior. Y mientras seguía su curso la conversación, sonaba a cada instante la campanilla de la puerta. Eran tarjetas de felicitación, que la señora miraba satisfecha, dejándolas sobre el velador de modo que pudiesen leerlas sus visitantes.

Palabra del Dia

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