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Actualizado: 12 de mayo de 2025


Verdaderamente, parece que una mujer puede ser feliz con menos. Pero en fin, confesarase que es difícil rehusar cuatro millones cuando se ofrecen. Así, pues, en 1870 el barón Maurescamp ofreció seis o siete a la señorita Latour-Mesnil por intermedio de una amiga que había sido su querida, pero que era una buena mujer.

Dos minutos pasaron; Juana y su madre estaban paradas con la vista fija en la puerta del vestíbulo. Un sirviente apareció con una bandeja en la mano. Es un despacho para la señora dijo. Dadme dijo Juana adelantándose dos pasos. Esperó que el sirviente se hubiese retirado, y, sin abrir el telegrama miró a su madre. ¡Déjame abrirle! murmuró la señora de Latour-Mesnil tratando de tomar el telegrama.

Tal era el hombre a quien la señora de Latour-Mesnil juzgó digno de confiarle el ángel que tenía por hija.

Algunas madres se consuelan del amor oficial de sus hijas con la felicidad de contrabando que les conocen, o que les suponen. Tales consuelos no eran para la señora de Latour-Mesnil, y si algo podía, agravar más el dolor y los remordimientos de haber entregado su hija a una desgracia irreparable, era la mortal aprensión, de que tal vez la había entregado tan bien al deshonor.

Fría, satírica, mundana furiosa, en extremo coqueta, indiferente a todo, parece ser que después de la muerte de su madre, su único sentimiento digno y elevado, es el que la conduce tres veces por semana, cerca del lecho de una anciana paralítica que ha vuelto al estado de la infancia; la condesa de Lerne. Nada más añadiremos sobre Juana Berengére de Latour-Mesnil, baronesa de Maurescamp.

La señora de Latour-Mesnil, a quien el billete de su hija había dado la primera noticia sobre el duelo del señor de Maurescamp con el señor de Lerne, llegó a casa de su hija a eso del mediodía. Primeramente entre las dos mujeres hubo más lágrimas que palabras.

Puede al mismo tiempo hacerse lo uno y lo otro y es seguramente lo mejor; pero hay que cuidarse mucho, porque sucede con frecuencia que un bello casamiento es todo lo contrario de un buen casamiento, porque deslumbra y por consiguiente enceguece. Un bello casamiento para una joven que, como la señorita Latour-Mesnil, debía llevar quinientos mil francos de dote, constituye tres o cuatro millones.

La señora Latour-Mesnil contestó con la dignidad conveniente, que la proposición la lisonjeaba, y que sólo pedía algunos días para reflexionar y tomar informes. Pero así que la embajadora hubo salido, salió corriendo en busca de su hija, la estrechó contra su corazón y se echó a llorar. ¿Un marido, entonces? dijo Juana, fijando en su madre su mirada de fuego. La madre hizo un gesto afirmativo.

Al menos, la señora Latour-Mesnil y su hija habían encontrado muchas veces en los salones al señor de Maurescamp; no era de sus íntimos, pero le habían visto aquí y allá, en el teatro, en el bosque: sabían cómo se llamaba, y conocían sus caballos. Esto era algo.

Me era imposible esperar hasta mañana, porque el señor de Maurescamp, naturalmente, no me escribirá... Por eso, le he rogado a Luis, el viejo sirviente del señor de Lerne, que me envíe un despacho, así que todo haya terminado. La señora de Latour-Mesnil, anonadada, no contestó sino por un movimiento indeciso. En ese momento sintieron el timbre del vestíbulo que daba a la habitación del conserje.

Palabra del Dia

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