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Una voz bravía de cantor nómada entonaba una jota, venerable música del terruño, miedosa de aventurarse en el centro de Madrid y que se extingue lentamente en el refugio de los barrios populares.

Pues de Dios, de... de qué yo... no me preguntes, porque para explicártelo, tendría que ser sabia como , y yo no jota, ni aprendo nada, aunque doña Lupe y las monjas, frota que frota, me hayan sacado algún lustre... enseñándome a no decir tanto disparate. Santa Cruz estuvo un gran rato pensativo.

Qué jaqueca la de estos haraganes dijo después de dar la orden al cochero, sujeto irrespetuosamente barbado, ¿no sería mejor que fueran a cuidar ovejas, o a labrar la tierra? ¡así está el país! Por supuesto que no diré jota al doctor; ya pueden esperar el empleíto, sentados. Además, no hay que cansar el caballo, y ahora menos, que lo necesito para tan dura jornada...

El jueves Santo llegó con una noticia que había de hacer época en los anales de Vetusta, anales que por cierto escribía con gran cachaza un profesor del Instituto, autor también de unos comentarios acerca de la jota Aragonesa. En casa de Vegallana la tal noticia estalló como una bomba.

¡Triste condición la de un pueblo que no rinde culto á la hermosura y donde el amor no se levanta sobre el egoísmo del más fuerte! El día de San Roque he asistido á las fiestas de Somahoz y regaládome con la música y el baile del país. La música es una especie de jota menos bulliciosa que las de Aragón y de una melancolía infinita.

La lectura la cansaba también y la aburría soberanamente, porque después de estarse un mediano rato sacando las sílabas como quien saca el agua de un pozo, resultaba que no entendía ni jota de lo que el texto decía. Arrojaba con desprecio el libro o periódico, diciendo que ya no estaba la Magdalena para tafetanes.

Exclamó con desconsuelo sincerísimo: Yo confieso la verdad, señorito.... De estas cosas de aldea, no entiendo jota. Vamos a ver la casa indicó el señor de Ulloa . Es la más grande del país añadió con orgullo.

¡Vaya si me atreveré! ¡Y nos veremos allá, señor guapo! Pues no tienen ustedes más que avisar. Le cojo a usted por la palabra, señor don Claudio, con permiso de papá; y comienzo por mandarle que nos ayude, hoy mismo, a formar la lista de las expediciones que hemos de hacer por tierra y a pie... Repito que estoy a sus órdenes. Y por mar... Eso ya varía, Nieves. De la mar no entiendo jota.

Cada uno es dueño de condenarse; ¿pero a qué viene decirme a cosas contra la religión? ¡Qué malo! Y tantas fueron sus burlas y sacrilegios que... Dios me lo perdone... me incomodé. Le dije que no me hacía falta su dinero para nada, y que tendría miedo de tomarlo en mis manos, por ser dinero de Satanás. Pero esto es un dicho, ¿sabes? Claro. ¿Y aquí no ha hablado de religión? No; ni jota.

Y la jota esparcía por todo su ser tristeza infinita, pero que al propio tiempo era tristeza consoladora, bálsamo que se extendía suavemente untado por una mano celestial. «Debí darle la peseta» pensó, y esta idea le produjo un remordimiento indecible.