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Montaba ella un animal muy ligero y lo manejaba de modo que decuplaba su velocidad. Apenas sentada, levantado todo el cuerpo para disminuir aún más el peso, sin un grito, sin un gesto, corría locamente como llevada por un pájaro. A mi vez hacía yo galopar a mi caballo a todo escape, inmóvil, secos los labios con la fijeza maquinal de un jockey en una carrera a fondo.

Y había amado un poco a todas las mujeres que de él traían algún inconfundible signo, en el óvalo suave, en la sombra de una mirada serena, en la gracia de una actitud o en la ligera armonía del andar. Recordó la noche en que se explayara acerca de este tema, en una salita del Jockey Club, con Ricardo Muñoz.

La brusquedad no retiene: ahuyenta. Cuanto más tarde llegue Daniel, más tierna y más solícita debes ser con él. No hay mejor apoyo para la mujer que la propia blandura de su corazón. Esto, que parece nuestra debilidad, es nuestra fuerza. Un día Daniel reconocerá que obra mal: le remorderá la conciencia, y el grato recuerdo de tu bondad le arrancará del Jockey Club.

Yo no quiero collares, yo no quiero perlas, yo no quiero más regalos que él mismo, su presencia, su compañía, que es para el mayor regalo. Pero se va ¡se va todas las noches y me deja sola! ¡Y es que ya no le intereso! No, Luisita, no. ¡Cómo no has de interesarle! O le interesa más el Jockey. Tampoco. El hombre comparte ambas seducciones: tu compañía y el trato de los amigos.

Currita se puso muy encarnada... y no se atrevió a rehusar. Apretando los puños de rabia y de despecho, entró la dama en su berlina y dio orden al cochero de ir a casa del general Belluga... Aquella taimada risita del jockey, aquel barullo inverosímil que le impedía ver si su amo acompañaba a unas damas, dábanle malísima espina y preciso era que ella apurase la verdad por misma.

Damián se adelantó muy sereno, cruzando con el turbado jockey un guiño picaresco, un gesto de pillo redomado, que vio muy bien la condesa, sintiendo, a pesar de su vergüenza, que se le sublevaba allá por dentro lo poco de gran dama que quedaba en ella. Pase vuestra excelencia, señora condesa dijo.

A las tres pidió la señora condesa la berlina y dio al lacayo, como la cosa más natural del mundo, las señas de Jacobo. Vivía este en la calle de Alcalá, en un precioso cuarto de soltero, y constaba su servidumbre de un ayuda de cámara, un jockey, una ama de llaves y un cocinero; en las cuadras, situadas al final de la calle del Barquillo, tenía cuatro caballos ingleses, tres de tiro y uno de silla, una berlina, un char-

Mientras la dueña de casa se toma la cabeza entre las manos, éste ha abierto el piano, aquéllos han apartado la mesa del centro, uno, trepado en una silla, se ocupa de encender las velas de la araña superior, bien pronto suena un vals, la animación cunde, y cuando el dueño de casa vuelve de su partida de tresillo en lo de Silva o el Jockey, se le sale al encuentro agradeciéndole la amable fiesta que ha dado sin saberlo.

El volantito estrecho, guarnecido de encaje, y el entredós, bordado, formando hombrera a lo jockey... Cinturón color lila cerrado por delante con una escarapelita... ¿Sabe usted que aquel sombrero me parece algo estrepitoso?... Tengo otro en proyecto. Verá usted.

Luego, Eleuterio fué de traspié en traspié; primero se fué con Benito, que sólo gana las elecciones del Jockey; después, con Lisandro, que en sacándole del Rosario... ¡se acabó! Yo siempre le decía a Eleuterio: «Hijito, estás obsesionado con el maíz, y no ves la realidad». Pero, nada, no conseguí nada: que la lealtad, que los principios, que los amigos son los amigos... Así nos ha ido.