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Volvieron a la casa a las diez y media, porque Barbarita quería enterarse de cómo había pasado su hijo la noche, y entonces fue cuando Jacinta reveló lo del Pituso a su mamá política, quedándose esta tan sorprendida como poco entusiasmada, según antes se ha dicho.

«No, no, no gritó Jacinta más bien airada que impaciente . Ahora mismo... ¿Crees que yo puedo dormir en esta ansiedad?». Pues lo que es yo, chiquilla, me acuesto dijo el Delfín, disponiéndose a hacerlo . Si creerás que te voy a revelar algo que pone los pelos de punta. ¡Si no es nada...!, te lo cuento porque es la prueba de que te han engañado. Veo que pones una cara muy tétrica.

Yo era la señora por delante de la Iglesia, ella por detrás, y lo más particular es que yo no le tenía tirria, sino lástima, porque yo paría un chiquillo todos los años, y ella... ni esto... A la noche siguiente volvía a soñar lo mismo, y por el día a pensarlo. ¡Vaya unas papas! ¿Qué me importa que la Jacinta beba los vientos por tener un chiquillo sin poderlo conseguir, mientras que yo?...

Pensaba preguntar a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel desorden se había manifestado a consecuencia de las breves palabras que cruzó con Jacinta. ¿Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y con sus sentimientos?

«¡Hay tantos exclamó Santa Cruz en el tono que se da a las cosas muy filosóficas , hay tantos a quienes hace infelices la inconstancia de las mujeres, y a me hace padecer una fidelidad que no solicito, que no me hace falta, que no me importa para nada!». Jacinta dio un gran suspiro.

Las tres señoras estuvieron un momento solas, hablando de aquel proyecto de Guillermina, que seguía cose que te cose, ayudada por Jacinta. Hacía algún tiempo que a esta se le había despertado vivo entusiasmo por las empresas de la Pacheco, y a más de reservarle todo el dinero que podía, se picaba los dedos cosiendo para ella durante largas horas.

Jacinta tuvo ya en la punta de la lengua el lo todo; pero se acordó de que noches antes su marido y ella se habían reído mucho de esta frase, observándola repetida en todas las comedias de intriga.

Todos llorando en coro, y el otro cogiendo figuras y estrellándolas contra el suelo. ¡Pobrecillo! exclamó Jacinta prodigando caricias a su hijo adoptivo y a todos los demás, para evitar una tempestad de celos . ¿Pero no veis que él se ha criado de otra manera que vosotros? Ya irá aprendiendo a ser fino. ¿Verdad, hijo mío? Vaya, él es formal.

Poníase Barbarita de parte del desterrado príncipe, y como el sentimiento tiene tanta parte en la suerte de los pueblos, todas las mujeres apoyaban al príncipe y le defendían con argumentos sacados del corazón. Jacinta dejaba muy atrás a las más entusiastas por D. Alfonso. «¡Es un niño!»... Y no daba más razón. Teníase a mismo el heredero de Santa Cruz por una gran persona.

Jacinta se quería comer con los ojos a su marido, adivinándole las palabras antes de que las dijera, y confrontándolas con la expresión de los ojos a ver si eran sinceras. ¿Habló Juan con verdad? De todo hubo. Sus declaraciones eran una verdad refundida como las comedias antiguas. El amor propio no le permitía la reproducción fiel de los hechos.