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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Como que se trataba allí de matar los interminables ocios de la vida entre los hombres del blasón y del dinero..., ¡que ya es matar!
Las exclamaciones de los circunstantes ante aquel caso extraño fueron interminables. Todos compadecían al viejo elegante: no tenían palabras bastante fuertes para condenar el brutal proceder de la chica. Sin embargo, debajo de los comentarios se adivinaba cierto regocijo que hacía brillar los ojos y pugnaba por salir en forma de carcajadas. El suceso era chistoso.
La literatura imponía deberes: era preciso dejarse ver para hacer carrera y adquirir un nombre, asistir a los estrenos de los teatros, intervenir con interrupciones en los debates del Ateneo, hacerse notar en las interminables y estériles disputas sobre si hay Dios o no lo hay, y acerca de la separación de la Iglesia y el Estado. Una mañana, Feli le despertó cuando estaba en lo mejor de su sueño.
Me condujo a lo largo del silencioso claustro, en medio del cual había un maravilloso pozo medioeval de hierro forjado, y después por interminables corredores de piedra, cada uno alumbrado por una sola lámpara de kerosene, lo que hacía parecer más sombría y melancólica la casa.
Más allá del andén, extrañamente silencioso ya, resplandecía el cielo claro, de acerado azul; se extendían monótonas las interminables campiñas; los rieles señalaban como arrugas en la árida faz de la tierra. Un gran silencio pesaba sobre la estación. Quedáronse inmóviles los acompañantes, como sobrecogidos por el aturdimiento de la ausencia.
Aquél era el antro del vicio, el lugar donde las mujeronas de la opereta fumaban y bebían entre los hombres con los pies en un asiento o sobre el borde de la mesa... Y bastaba una ligera invitación de los amigos o parientes entregados a interminables partidas de poker, para que todas ellas se decidiesen a entrar con el mismo aire de encogimiento ruboroso y audacia pecaminosa que las había acompañado en sus visitas disimuladas a los cabarets y bailes de Montmartre. ¡Bueno es verlo todo!... Además, estaban de fiesta, la gran fiesta del viaje.
Interminables minutos transcurrieron; después Marcela salió del círculo de sombra y volvió hacia el castillo a cortos pasos. Fabrice creyó ver que la criatura tornaba con la carta en la mano; pasóse la suya sobre la frente helada, diciendo: ¡Dios mío! Y esperó inmóvil. Marcela entró. ¡Toma, papá! le dijo. Y le devolvió el pliego que tenía en la mano.
Asistía con él todos los días a la misa de alba en las parroquias de San Juan o Santo Domingo; le habituaba a las oraciones difíciles que ofuscaban su mente, y a las interminables letanías que hacían retorcer de impotencia al Demonio. Diole, además, para su uso, un rosario de quince misterios, como el que llevaban los monjes.
María admiraba a las insignes heroínas de la religión, como se admiran los fenómenos y prodigios de la naturaleza, con emoción y asombro. Mucho tiempo se pasó sin que osara levantar sus ojos hasta ellas para imitarlas. Limitábase a pedirles con interminables oraciones que intercediesen para que Dios le perdonase sus pecados.
Un ala se volvía azul; otra, encarnada... Eran pequeñas banderas, á cientos, á miles, que se estremecían día y noche con la tibia brisa impregnada de sol, con el huracán acuoso de las mañanas pálidas, con el frío mordiente de las noches interminables. La lluvia había lavado y relavado sus colores, debilitándolos. Las telas, inquietas, tenían sus bordes roídos por la humedad.
Palabra del Dia
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