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Todos son ustedes iguales. Hoy ésta, mañana la otra... Mariquilla está fuera, y se habrá usted dicho: «Vamos a ver a lo que sabe su amiga». ¡Qué mal pensada! Verdad que tiene usted disculpa, porque como está usted tan guapa, no haría ningún disparate quien se volviese loco por usted. Las miradas de Carolina eran incendiarias; don Quintín empezaba a olvidarse de Mariquilla.

Finalmente, valsaba toda la noche con el capitán, hablándole con sonrisas y miradas incendiarias. Por muy reservado y desconfiado que fuese de Sontis, era imposible que resistiese mucho tiempo a tales demostraciones. Tal vez también recibió suficientes gajes para disipar sus aprensiones. De cualquier manera que sea, no tardó en participar de la pasión violenta que había inspirado.

Su imaginación, excitada por la frecuente lectura de novelas de viajes, le había hecho concebir un tipo de marino heroico, atrevido, galanteador, y capaz de tragarse á jarros las bebidas más incendiarias sin pestañear. El quería ser así; todo buen navegante debe beber.

Mientras D. Laureano tomaba el café, enfilando miradas incendiarias a la belleza que había descubierto, y Adolfo se enfrascaba nuevamente en la lectura del periódico, nuestro joven enamorado cambiaba sonrisas de inteligencia con la vecinita. Había estado muchísimo tiempo asistiendo al café sin fijarse en ella.

Tenía no menos de quince admiradores silenciosos, que iban todos los domingos y fiestas de guardar a lanzarle sus incendiarias miradas en el atrio de la iglesia, cuando salía de misa de nueve. No tenían más remedio que admirarla de lejos, pues ella esquivaba toda ocasión de tratarlos. Sin embargo, no faltó quien la acusara de «coqueta»...

El barítono, que no había perdido la pista a la afición que le había demostrado aquella señora en paseo, en misa, en la calle, por medio de miradas incendiarias, aquella noche acabó de comprenderlo todo, y formó un plan de seducción, que le convenía desde muchos puntos de vista.

Araceli le dirigía las miradas más incendiarias y explosivas de su variado repertorio, le adulaba, le mimaba, le aturdía con el ruido de su charla insinuante, hacía, en suma, esfuerzos prodigiosos por acapararle y hacerle suyo con exclusión del resto de la sociedad.

Mi novia, es decir, mi pretendida, era una niña encantadora llamada Clarita. Conmovida por mis miradas incendiarias, me ofreció su casa, y su madre me invitó a comer. Mi nave iba viento en popa... Durante la comida dije a la niña muchas ternezas.

Las tres anclas están ya en el centro del buque, con veinte pies de cable cada una y sólidamente amarradas al palo mayor, con cuatro buenos marineros á cargo de cada ancla. Según vuestras órdenes, diez hombres distribuídos á lo largo de la cubierta, con pellejos llenos de agua, cuidarán de apagar todo fuego que puedan producir las flechas incendiarias si las usan esos bandidos.