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Actualizado: 27 de junio de 2025
Y Margalida, mujer al fin, siguió bailando, sin haberla impresionado gran cosa, como buena ibicenca, el estampido de la pólvora. Fijaba en el Ferrer una mirada de agradecimiento por su bravura, que le hacía desafiar la persecución de la Guardia civil, tal vez próxima; contemplaba después a sus amigas, temblorosas de envidia por este homenaje.
Mientras Lewis jugaba, el conde, sentado en un diván, leía plácidamente algún volumen, sin prestar atención á la curiosidad del público, que se fijaba en su gran cabellera blanca echada atrás, sus bigotes enormes y alborotados, sus ojos redondos, verdes y fosforescentes como los de un pajarraco nocturno. Castro sentía excitada su curiosidad por los libros del conde.
Retiróse en seguida, y los eunucos le condujeron al pabellon occidental, ante cuyo trono desierto volvió á prosternarse con gran respeto, no acertando á espresar su lengua el deleite que en su semblante atónito se pintaba cada vez que fijaba los ojos en aquella riqueza sin igual, en aquellas incomparables obras del arte y de la naturaleza.
«Ahora voy a enseñarte a llenar una canilla decía D. José . ¿Ves este carretillo de acero que saco de la lanzadera? Pues hay que llenarlo de hilo, para lo cual se pone aquí, y con el mismo volante de la máquina se le hace dar vueltas y...». Isidora fijaba los ojos en la operación; pero ¡cuán lejos andaba su pensamiento!
Luego fijaba atentamente los ojos en Oliverio y en mí como para estar bien segura de reconocernos y constatar mejor su regreso y su presencia entre nosotros; pero sea que nos encontrara un poco cambiados al uno y al otro, sea que dos meses de separación y la vista de tantas cosas nuevas la hubiesen deshabituado de las nuestras notaba yo en su fisonomía cierta expresión de vaga sorpresa.
Por no mirar a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simpática, fue poco a poco deslizándose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí, alzó su cara desvergonzada y risueña, y tirando a Julián del chaleco, murmuró en tono suplicante: ¿Me lo da? Todo el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.
Pero Tono no se fijaba en ello, revolviéndose como un loco entre los brazos de sus compañeros y pidiendo a gritos que le soltasen. En eso pensaban. Todos habían visto que aquel maldito, en vez de abalanzarse sobre el Menut, intentaba llegar hasta el rincón donde colgaban sus ropas, buscando, sin duda, la famosa faca, tan conocida en las tabernas de las afueras.
No se mostró todo lo suelto y airoso que fuera de desear, por lo cual tuvo que escuchar algunas carcajadas reprimidas; pero las llevó con paciencia, y a los pocos minutos ya no se fijaba en él nadie... nadie más que Maximina, que le decía en voz baja: «Levante V. más los brazos.» «No salte V. tanto.» Consejos todos muy oportunos, que el joven iba siguiendo al pie de la letra.
Jaleaba a la pareja de bailadores, sin el menor asomo de celos; él, que se sentía capaz de sacar su navaja apenas se fijaba alguien en María de la Luz. Únicamente sentía un poco de envidia, por no poder bailar con el garbo de su amo. Ocupada su vida en la conquista del pan, no había tenido tiempo para aprender tales finuras.
Mientras duraban estas explicaciones en voz baja, Amparo había leído el título de algunos folletos: «La verdadera Iglesia de Jesús.... La redención del alma.... Cristo y Babilonia.... La fe del cristiano purificada de errores.... Roma a la luz de la razón...». Entre los retazos del diálogo que llegaban a sus oídos y los fragmentos de hoja impresa en que fijaba la vista, penetró el misterio.
Palabra del Dia
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