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Y aun no se había disipado el humo del último disparo, cuando una estridente carcajada sonó en los oídos de los dos hombres estupefactos: Beatriz se había puesto de pie bruscamente, rígida, los ojos con expresión de espanto, abrasados por el siniestro relampaguear de la locura; balbuceó algunas palabras ininteligibles, luego estalló de nuevo su espasmódico reír, reír tan salvaje, reír tan continuo que parecía repetido en la circunvecina campiña por las deidades mismas de lo horrible.

Pero el rostro de la niña al hacerlo empalideció, dió unos pasos atrás como si estuviese mareada y se dejó caer sobre un cable enrollado; tapóse los ojos con las manos y comenzó á sollozar fuertemente. Quedaron estupefactos todos. Hubo unos momentos de silencio. Varios acudieron al fin solícitos preguntándole: ¿Qué te pasa, Mercedes? ¿Te has puesto mala? ¿Qué te pasa, hija, qué te pasa?

Para formarse una idea de aquel tejido vigoroso de troncos, parásitos, lianas, enredaderas, todo ese mundo anónimo que brota del suelo de los trópicos con la misma profusión que los pensamientos e ideas confusas en un cerebro bajo la acción del opio, es necesario traer a la memoria, no ya los bosques seculares del Paraguay o del Norte de la Argentina, no ya la India misma con sus eternas galas, sino aquellas riberas estupendas del Amazonas, que los compañeros de Orellana miraban estupefactos como el reflejo de otro mundo desconocido a los sentidos humanos.

La embarcación, al principio, parecía como desconcertada, como asombrada; avanzaba un poco, retrocedía, daba la impresión de una persona indecisa que quiere dar un salto y no se atreve. Al último cogió tan bien el viento, que se alejó, dejándonos estupefactos. Ya sabe ella dónde va dijo Allen, convencido. Al subir un montículo de arena volvimos la mirada hacia atrás.

Los tertulios del café del Siglo quedaron estupefactos al escuchar tan singular afirmación. Todos protestaron más o menos suavemente contra ella. El arrojo de Mario había despertado admiración en la tertulia del café. Se hacían elogios calurosos de su noble corazón y valentía.

Tiró de la campanilla y dijo con singular inflexión a la doncella que acudió: Paula, que traigan un vaso de agua. Pocos instantes después se presentó Josefina, pobremente vestida, con un mandilito de tela burda, calzados los pies con toscos zapatos, soportando trabajosamente entre sus pequeñas manos una bandeja con vaso de agua y azucarillo. Los tertulios quedaron estupefactos. Luis empalideció.