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Actualizado: 6 de junio de 2025
Velarde sintió la necesidad de escribirle al punto, de vaciar en un papel aquel cariño, aquella angustia, aquellas lágrimas que le asfixiaban, y a grandes pasos tomó el camino de su casa, repasando lo que había de decirle, hilvanando una carta llena de cariño, de protestas, de esperanzas halagüeñas, de todo lo que a ella más le gustara... ¡Celebraba ella tanto sus gracias! ¡Cuánto se había reído veinte años atrás, cuando explicándole un día el catecismo, se espantaba él de que fueran sólo tres los enemigos del alma!
»Entre tanto, iba agotándose el caudal de pensamientos que cabían en mi cabeza, y a cuyo amparo acudía para defenderme del que tanto me espantaba y más me perseguía cuanto mayores eran mis mortificaciones... y más largas las ausencias de Guzmán. ¡Tal despilfarro hacía yo de ellos, sobre todo en las largas horas de mis desvelos!
Sí. Estaba bajo la influencia de no sé qué ideas de resignación fatalista; tenía horror á la lucha, al esfuerzo. La acción le espantaba.
No la contrariaba su presencia por desamor, sino por un sentimiento bien diferente: temía verse contemplada por él a distinta luz que antes, y la espantaba la idea de no valer a sus ojos todo lo que había valido hasta entonces. Quería verle, deseaba verle, y verle sin cesar; pero de modo que él no la viera a ella.
Alguna vez da sus botes de carnero; pero total nada... en el fondo es muy noble la Linda... Mira, tú, cuando la compré, o, por mejor decir, cuando la cambié por el Negrillo, dando mil quinientos reales encima, allá en el mes de octubre, bien te acordarás, tenía una porción de zunas. Se me plantaba a lo mejor en medio de la carretera, se espantaba con los carros... en fin, un animal perdido.
Tres días tuve que estar en constante espionaje; el primero, oculto detrás de mis cortinas, porque temía asustarla dejándome ver súbitamente; al otro día ya la contemplé pegado a los cristales, pero aun no me atreví a abrir mi ventana; al tercero ya la abrí, y observé gozoso que no la espantaba mi osadía. Aquella misma tarde la vi echarse sobre los hombros un chal, y abrocharse las botas.
Y luego, sentándose en un sillón y señalando otro á Quevedo, le dijo con la mirada llena de amor, de embriaguez, de encantos: ¡Cenemos! ¡Oh! ¡qué feliz podía yo ser! murmuró Quevedo. Y luego, sentándose resueltamente, dijo con una voz que espantaba por su sarcasmo, por su desesperación, por su amargura, y con la mirada ardiente y fija en los ojos de doña Catalina: Cenemos.
¡Lo que le estaba pasando hacía más de tres meses!... Si aquello era para volver loco al más pintado; primero le incomodó, diole después rabia, y al presente, ahora, en aquel momento le espantaba; ¡vamos, que le espantaba, que le ponía los pelos de punta!... Un día, me acuerrdo muy bien, el 9 de diciembre, rrecibí porr el correo una carrta de San Peterrsburrgo...
Dijéranlo, si no, sus compañeras de glorias y fatigas mundanas, Sagrario y Leticia: más invernizas y deshojadas que ella iban poniéndose, miradas a buena luz, y aún triunfaban y lucían y se consideraban a lo mejor del camino, soñando, porque volvían la espalda al invierno que las espantaba, que corrían hacia la primavera.
Las miradas de Luciana me imploraban y me daban las gracias al mismo tiempo, mientras leía yo en ellas no sé qué sombrío y trágico que me espantaba. ¿Qué me oculta? me pregunté. Tenía el presentimiento de que no me lo había dicho todo. La buena señora de Grevillois, entretanto, me colmaba de cumplidos y de excusas por verse obligada a despedirme.
Palabra del Dia
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