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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Aquel asolado campo con su ruinoso castillo pasa, no sabemos cuándo, del patrimonio real al patrimonio municipal: llega el año 1405, viene á Córdoba un venerable religioso gerónimo á solicitar la fundacion de un convento de ermitaños en la sierra, y la noble viuda de D. Diego Fernandez de Córdoba, alcaide de los donceles, le cede para este piadoso objeto una huerta que poseía contigua á Córdoba la vieja: la ciudad le dá para el mismo fin en 1408 las ruinas del castillo de Córdoba la vieja, ya propiedad suya.
-Pocos ermitaños están sin ellas -respondió don Quijote-, porque no son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían de hojas de palma y comían raíces de la tierra.
Los tipos de apóstoles, mártires y ermitaños, están tomados del campo y de la hampa o son soldados viejos de Flandes y de Italia: el artista sin cuidarse de ennoblecerlos ni siquiera limpiarlos, los coloca en los altares y allí son reverenciados y adorados: persuaden al animo y seducen a la imaginación meridional porque tienen vida: la pintura española esta creada.
En una de las peñas mas avanzadas de esta montaña han labrado los ermitaños para el obispo un cómodo sillon, desde el cual se goza una de las perspectivas mas bellas que pueden imaginarse.
Llegaron al fin éstos á la Ciudad Eterna, después de una larga y penosa marcha á pie y mendigando, y arrojáronse á los pies de Su Santidad, quien, no sólo les concedió cuanto pedían, sino que por una Bula les otorgó campanillas, campana, cementerio y licencia para que celebrasen Misa en aquella soledad todos los ermitaños que fuesen sacerdotes. Esta concesión tuvo efecto en 1407.
Estos ermitaños del puente y de la cofa tendrían, a no dudar, su vida de pasión lo mismo que todo el mundo; conocerían el amor, que es algo indispensable para la existencia; llevarían en su alma la flor del recuerdo.
Este, de pie, con su barba plateada y levemente ondulosa como la de los ermitaños de tragedia, con su calva central guarnecida de abundantes mechones canos, con su alta estatura, un tanto encorvada ya, se le figuraba la ancianidad clásica, adornada de sus atributos, coronando la cima de los tiempos. Y el patriarca, a su vez, creía ver en aquella buena moza el viviente símbolo del pueblo joven.
España tenía once mil conventos, con más de cien mil frailes y cuarenta mil monjas, y a esto había que añadir ciento sesenta y ocho mil sacerdotes y los innumerable servidores dependientes de la Iglesia, como alguaciles, familiares, carceleros y escribanos del Santo Oficio, sacristanes, mayordomos, buleros, santeros, ermitaños, demandaderos, seises, cantores, legos, novicios, ¡y qué sé yo cuánta gente más...! En cambio, la nación, desde treinta millones de habitantes, había bajado a siete millones en poco más de dos siglos.
En uno de ellos aparecen dos ermitaños que van de camino al santo sepulcro, y expresan su aflicción por la muerte del Señor con sentidas palabras. Agrégase después á ellos la Verónica, y los acompaña en sus lamentaciones. Al llegar al sepulcro se arrodillan los tres y oran, y al fin se aparece el ángel, que anuncia la próxima resurrección.
»Sin embargo, la considerable altura á que éste se encontraba, en la ladera misma de la sierra, y los augurios de algunas personas del inmediato pueblo de Quacos, hicieron pronto temer á los ermitaños que les fuera imposible habitar la Ermita del Salvador en la estación de las nieves y las aguas.
Palabra del Dia
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