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Entendía también doña Luz que allá en su pensamiento había ofendido al Padre, imaginándosele enamorado.

De esta objecion se hace cargo su comentador el cardenal Cayetano, y defiende resueltamente con Santo Tomás, que las almas de los brutos son inextensas. Por las palabras del sabio cardenal, se echa de ver que entendia la doctrina de Santo Tomás, sobre la indivisibilidad del alma de los brutos, con todo el rigor de los términos, pues que se propone la objecion del modo siguiente.

Para ello hubiera tenido que radicar en un mismo punto, que vivir en Cuba, y en Cuba española, que someterse a la mirada recelosa de la policía española, que prescindir de todo lo que él entendía que constituía su destino. Era preciso que librara la subsistencia con oficios que le permitieran al propio tiempo viajar, moverse de acá para allá, preparar el movimiento revolucionario en definitiva.

Tocaba á Itobad responder, y dixo que él no entendia de adivinanzas, y que le bastaba haber sido vencedor lanza en ristre. Unos dixéron que era la fortuna, otros que la tierra, y otros que la luz. Zadig dixo que era el tiempo.

Lanzó un suspiro, viendo que no entendía nada de lo que pasaba en ella. Y, sin embargo, entre aquel caos de impresiones, distinguía claramente la felicidad que sentía por haber inspirado una pasión tan grande.

Cuando Descartes decia «yo pienso» entendia por esta palabra todo acto interno, todo fenómeno presente al alma inmediatamente; no hablaba del pensamiento tomado en un sentido puramente intelectual, sino que comprendia todo aquello de que tenemos conciencia inmediata. «Por la palabra pensar, dice, entiendo todo aquello que se hace en nosotros, de tal suerte, que lo percibimos inmediatamente por nosotros mismos; así es que aquí el pensar no significa tan solo entender, querer, imaginar, sino tambien sentir.

Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas. Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a ella, pero nunca quiso dárselos. Vino un cura y se encerró con Ana en la alcoba de la niña y le preguntó unas cosas que ella no sabía lo que eran.

Martínez no entendía, y tomando por burla lo que sólo era cansada muletilla de Villamelón, tanto Martínez y tanto ¿me entiende?, se apresuró a responder algo amostazado: ¿En gozar?... ¡O en reventar, señor marqués, que no es lo mismo!... ¡No, no, no y mil veces no, Martínez! Eso es una de tantas preocupaciones. ¿Me entiende usted?

Probablemente Benítez condenaría este afán de leer y me prohibiría la desmedida afición. ¡Oh, qué cosas tan nuevas encuentro en estos libros que apenas entendía en Loreto!

Y del Espíritu Santo prosiguió el padre; apéense y hablaremos. Aquí empezaron a aparecer algunos facciosos y alborotados, con un Carlos V cada uno en el sombrero por escarapela. Nada entendía a todo esto el francés del diálogo; pero bien presumía que podía ser negocio de puertas.