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Mientras que aquí es... Una maldición terminé, un poco pensativa. Cómo huele esta carta a decadencia... El retoño de una raza fuerte, no escribiría una carta semejante. El espíritu caballeresco, Magdalena, está muy enfermo respondió la de Ribert. En ninguna de estas cartas se encuentra la más pequeña huella de él.

Cuando hubo luz en la alcoba, me acerqué a la cama del enfermo y le hablé para desentristecerle un poco y animarle. Trabajo perdido. Me agradecía mucho la intención; pero él solo sabía todo lo mal que se encontraba y lo imposible que era salir de aquel atolladero sin un milagro de Dios.

Cada vez que volvía a su casa el estudiante, era recibido por su padre con la misma caricia muda. El duro había sido reemplazado por billetes de Banco, pero la garra poderosa que se posaba sobre su cabeza, acariciábale cada vez con mayor flojedad; pesaba menos. Rafael, por sus ausencias, notaba mejor que los demás el estado de su padre. Estaba enfermo, muy enfermo.

Duro es, tío Tremontorio; pero ello, pongámonos en lo justo. Ha dao la casualidá de que paece que se ha avisao media calle pa ponerse enfermo too el mundo.

Había el caballero cerrado los ojos; tenía las manos cruzadas sobre las rodillas. Don Juan, a veces, hacía un punto en su tarea y por encima del papel miraba con inquietud al enfermo. También don Pedro le observaba con atención, y miraba después a don Juan.

Tal entrar y salir de gentes apresuradas, tanto secreteo en los rincones, la inquietud que en los semblantes se retrata, todo hace creer al transeunte curioso que en aquella casa tan grande, que quiere ser palacio, hay un enfermo grave que se muere por momentos. Por eso, las consultas de médicos se multiplican y aparecen los parientes y amigos contristados.

Segun usted, contestó débilmente el enfermo, su voluntad sería que estas islas...

Entró la noche, llegó la hora de la cena, y tía Pepilla vino en busca mía. Muchacho: ¿qué tienes? ¿estás enfermo? Tocóme en la frente y en las mejillas para ver si tenía yo calentura, y acariciándome dulcemente prosiguió: ¿Qué te pasa? Dímelo, muchacho, dímelo.... No hay en tu rostro la serenidad de siempre.

A ratos entretenía al enfermo con los sucesos políticos, contándole mil chuscadas; pero tenía cuidado de no ponderar los peligros del Trono ni el mal curso que tomaban las cosas, pues mi D. Francisco, en cuanto oía hablar de la llamada revolución, se ponía tristísimo y daba unos suspiros que partían el alma.

Mujer servicial, de buen semblante, cutis fresco, tenía los labios siempre ligeramente apretados como si creyera estar en el cuarto de un enfermo en presencia del médico o del pastor. Pero no lloriqueaba nunca; nadie la había visto nunca derramar lágrimas.