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Actualizado: 18 de junio de 2025


Cuentan que un día, sin que hubiese llegado el galeón de Cádiz trayendo noticia de la muerte del rey o de un príncipe de la sangre, ni fallecido en Lima magnate alguno, civil o eclesiástico, las campanas de la Catedral principiaron a doblar solemnemente, siguiendo su ejemplo las de las infinitas torres que tiene la ciudad.

Pero cuando más embebido andaba en mis pensamientos y planes políticos, y cuando ya estaba próximo a doblar la esquina de la calle, he aquí que siento un brazo que se apoya en el mío y una voz que me dice: ¿Va V. muy lejos? ¡Teresa! Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándola estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo. ¿Pero dónde va V. a estas horas?

Lo mismo me temo, repuso Isagani, estrechando la mano del dominico; me temo que mis amigos no crean en su existencia de usted, tal como hoy se me ha presentado. Y el joven, dando por terminada la entrevista, se despidió. El P. Fernandez le abrió la puerta, le siguió con los ojos hasta que le vió desaparecer al doblar el corredor.

Quevedo se alejó un tanto, y luego al doblar una esquina se detuvo.

Pues a pesar de que estas ideas bullían alborotadas en su cabeza mientras caminaba de prisa para doblar la esquina y ocultarse a las miradas de aquél, no estaba tan irritada contra misma como otras veces.

Habíale dejado pelando la pava con María, pero temía que el tiempo que había gastado con el novio de la Mercedes y el que le había hecho perder el señor Rafael hubiese bastado para que el traidor dejase á su antigua querida y viniese á buscar la nueva. Pronto se desvaneció esta duda al ver doblar la esquina de la calle á un hombre. A la luz de la luna pudo reconocer á Antonio.

Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces. Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.

El P. Melchor había tenido la imprevisión de decir en una casa que los roquetes que le hacía la citada joven eran escasos de manga, y que le costaba trabajo con ellos doblar el brazo. En cambio, había elogiado calurosamente un alzacuello que le había regalado D.ª Marciala. El caso era grave, como cualquiera comprenderá, y debía producir este triste resultado.

Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos barnizados por las olas, entre los cuales hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.

Era el descanso después de la pelea por doblar el cabo, la alegría de existir luego de haber sentido el soplo de la muerte, la vida en los cafés y las casas alegres, comiendo y bebiendo hasta la hartura, con el estómago lastimado aún por la alimentación salitrosa y la piel martirizada por los furúnculos del mar.

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