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¡Julio! me dijo con la más perfecta y aristocrática urbanidad: ¡Fernanda! Y dándose vuelta y señalando a la más joven, repitió, como toda presentación: ¡Blanca! Me incliné reverenciosamente y al levantar los ojos, vi la imagen doble de mi compañera de teatro ¡dieciocho años ha!... Me parece que nosotros somos viejos amigos me dijo Fernanda.

No había yo reflexionado en la cruel necesidad de alimentar dos estómagos, en lugar de uno... ¿Dos?... terminó Genoveva; di más bien tres... cuatro... cinco... seis... ¿Por qué no doce... o dieciocho?... Como en el Canadá hizo observar la de Ribert. Pero en el Canadá produciría vergüenza escribir semejante carta. Allí se considera una familia numerosa como una bendición divina.

Para no tenerte más largo tiempo suspenso te diré sin más preámbulos que el tal personaje se llamaba Pepito Domínguez, joven paraguayo, que acababa de cumplir dieciocho abriles, y a quien el mencionado doctor, Presidente de la República, enviaba de Secretario de la Legación ubicua que ya tenía en todas las capitales de Europa y de la que su hijo, el segundo doctor López, era jefe.

Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del paisaje desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas. Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un joven de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y una niña de cinco o seis que parecían sus hijos.

Y no se me diga que no bien nos lancemos a hablar, en la antigua metrópoli y en todas las repúblicas, sus hijas, dieciocho lenguas nuevas, desaparecerá la esterilidad de nuestro ingenio, se nos aclararán las entendederas, y en vez de cuatro o cinco autores que escriban cosas de gusto y de provecho, tendremos cuatrocientos o quinientos.

El resto del manuscrito de nuestra madre no tiene interés ninguno para la tercera generación de sus descendientes; son bagatelas de su virtud. Cualquiera de los pequeñuelos de hoy, que sienta curiosidad de conocerlas, las encontrará escritas de su puño, entre los dieciocho pequeños cuadernos originales, que les trasmitiré tal como los he recibido, de un inventario de los afectos del corazón.

Rafael, que era ya un mocetón de dieciocho años, endurecido por el trabajo, se presentó en la viña para dar la mala noticia a su padrino. Muchacho, ¿y ahora qué va a jacer? preguntó el capataz interesándose por su ahijado. El mocetón sonrió al oír hablar de una colocación en otro cortijo. ¡Nada de trabajar la tierra! La aborrecía.

4 O aquellos dieciocho, sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que ellos fueron más deudores que todos los hombres que habitan en Jerusalén? 5 No, os digo; antes si no os enmendares, todos pereceréis asimismo. 6 Y dijo esta parábola: Tenía uno una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no lo halló.

25 Y aquel segundo día, saliendo Benjamín de Gabaa contra ellos, derribaron por tierra otros dieciocho mil hombres de los hijos de Israel, todos los cuales sacaban espada.

Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber. Los que no quieren saber son de la raza mala. Hidalgo sabía francés, que entonces era cosa de mérito, porque lo sabían pocos. Leyó los libros de los filósofos del siglo dieciocho, que explicaron el derecho del hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. Vio a los negros esclavos, y se llenó de horror.