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A don Tomás le llamaban Frígilis, porque si se le refería un desliz de los que suelen castigar los pueblos con hipócritas aspavientos de moralidad asustadiza, él se encogía de hombros, no por indiferencia, sino por filosofía, y exclamaba sonriendo: ¿Qué quieren ustedes? Somos frígilis; como decía el otro. Frígilis quería decir frágiles. Tal era la divisa de don Tomás: la fragilidad humana.

Con todas estas habilidades y excelencias, Juana la Larga no podía menos de ser querida y estimada en Villalegre, consiguiendo que su severa y más alta sociedad o high-life le hubiese perdonado un desliz o tropiezo que tuvo en sus mocedades.

Poldy esperaba que permaneciese secreto su impremeditado desliz; el mal paso que había dado y que por lo menos calificaba ya de imprudente locura. Por otra parte, en ocasiones en que su humor era menos negro, Poldy se juzgaba con alguna indulgencia y hasta llegaba a absolverse de su culpa, dado que la hubiese.

Por cierto que al instruir estas diligencias se hizo bastante burla de don Pedro y del señor de la Lage, a quien se acusaba de haber bordado la corona de marquesa en un juego de sábanas regalado a su hija; inocente desliz que el analista confirmó, especificando dónde y cómo se habían marcado las susodichas sábanas, y cuánto había costado el escusón y el perendengue de la coronita.

Ambos advertirán el mas mínimo desliz de la voz, de un instrumento, del compás; ambos admirarán el arte y el acierto del compositor; ambos gozarán con el mágico embeleso; pero mientras el cerebro y el corazon del uno habrán salido apenas de su estado ordinario y no percibirán mas que un placer material; se habrán exaltado sobre manera el corazon y el cerebro del otro: su fantasía se sentirá con multiplicadas fuerzas, bullirán en su cabeza los pensamientos y las imágenes, cual si al son del mágico instrumento descendieran sobre su frente inspiraciones divinas.

Cualquiera tiene un desliz, la carne es flaca; por eso no es bueno para el hombre vivir solo, porque se encenaga, y como dijo quien lo entendía, es mejor casarse que abrasarse en concupiscencia, señor don Pedro. ¿Por qué no se casa, señorito? exclamó, juntando las manos . ¡Hay tantas señoritas buenas y honradas! A no ser por la oscuridad, vería Julián chispear los ojos del marqués de Ulloa.

Y al punto, mudando de táctica, habló con gran rapidez, diciendo que estaba enamorado, pero de veras; que para él no había categorías, distinciones ni vallas sociales, encontrándose el amor de por medio; que Amparo era tanto como la más encopetada señorita, y que su desliz no provenía de falta de respeto, sino de sobra de cariño: todo lo cual acompañó con mil dulces e insinuantes inflexiones de voz.

Cuando le veía a Martín andar a caballo y entrar en el río, le deseaba un desliz peligroso. Le odiaba frenéticamente. Catalina, en vez de ser obscura y cerril como su hermano Carlos, era pizpireta, sonriente, alegre y muy bonita.

En la capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se contenía hasta la respiración: el menor desliz en tal materia solía costarle un severo regaño de don Julián; de modo que, sobreponiéndose el instinto y el hábito al azoramiento y trastorno, penetró en el sagrado lugar con actitud respetuosa.

Viendo la infeliz que todo era inútil y que su desliz estaba á punto de hacerse público en un determinado tiempo, escapó de su casa, dejó á las señoras y luego con su crío fué á dar de moza en un mesón de los muchos que existían en la calle de la Albóndiga.