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Actualizado: 31 de mayo de 2025


Únicamente el calor espeso, pegajoso, húmedo, con su perfume picante de hulla, denunciaba la presencia del gran misterio de los tiempos modernos: la engendración del movimiento en el seno del metal. Isidro se maravillaba de la sencillez con que estas máquinas gigantescas cumplían su función.

Su facha denunciaba su profesión militar y su natural hidalgo; tenía bigote blanco y marcial arrogancia, continente reposado, ojos vivos, sonrisa entre picaresca y bondadosa; vestía con mucho esmero y limpieza, y su palabra era sumamente instructiva, porque había viajado y servido en Cuba y en Filipinas; había tenido muchas aventuras y visto muchas y muy extrañas cosas.

Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida constantemente por su rostro.

En efecto: Villanueva, furioso porque <i>El Conciso</i> se reía de sus proyectos de ley, lo denunciaba al Congreso Nacional, y luego nos regalaba la contestación. Era esta una de las anomalías y rarezas de aquella nuestra primera Asamblea, bastante inocente para detenerse en disputar con los periódicos, dictando luego severas penas que contradecían la libertad de la imprenta.

Volvió la espalda y se puso a hablar con otras damas. En aquel momento el conde de Onís salió del gabinete y vino a saludarla. Le tendió la mano con afectuosa sonrisa. Ella le entregó la suya de un modo glacial, separando rápidamente la mirada. Sin embargo, pudo advertirse alrededor de sus ojos un círculo pálido que denunciaba la emoción.

Otras veces, para encarecer la sinceridad de su discurso, llevábase al pecho la diestra. Las sortijas de Florencia resplandecían. Sus manos eran harto hermosas y su extrema blancura denunciaba el uso nocturno del sebillo en los guantes descabezados.

Había testas enormes, que parecían temblar por su peso sobre el cuello delgado y débil; otras presentaban por detrás un ángulo recto, un corte radical, que denunciaba la anulación de gran parte de la masa encefálica.

Risas, algazara, pataleos... Junto al niño cantor había otro ciego, viejo y curtido, la cara como un corcho, montera de pelo encasquetada y el cuerpo envuelto en capa parda con más remiendos que tela. Su risilla de suficiencia le denunciaba como autor de la celebrada estrofa. Era también maestro, padre quizás, del ciego chico y le estaba enseñando el oficio.

Agregar a esto, un cuerpecito raquítico, enflaquecido, de carnes amojamadas, sobre unas piernas de alambre, que se movían nerviosamente: todas las trazas del doctor Eneene eran las de un boticario retirado, y boticario de pueblo, por añadidura; allí no se veían rastros del pensador, ni del hombre de Estado, ni del tribuno, ni de nada de esto; y si su aspecto exterior no lo decía, menos lo denunciaba su conversación, vulgarísima, sin una idea que flotara en aquel mar de lugares comunes, sin una chispa que revelara la inteligencia, a obscuras, o la ilustración, a ciegas.

Sólo un ser, aquel ser de amor podía haber ido a colgar allí esa corona: y las lágrimas comenzaron a inundar su rostro, incontenibles. Benefactora secreta, consoladora compasiva, se denunciaba en la inspiración de amor que la había guiado hasta aquella lápida; en el pensamiento amoroso que la había hecho tejer aquella guirnalda.

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