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Actualizado: 16 de julio de 2025
Y para no estorbar al grande hombre, huyó, trémulo por la noticia, pensando en sus hijos y en lo que diría su mujer. Los nuevos clientes de don Ramón atravesaron la oficina tan conmovidos como el otro. ¡Aquel hombre era un santo!
Su hijo tenía que tratar gentes de todas clases, herejes y hombres sin religión; extranjeros que consumían los vinos de la casa, y al pasar por Jerez habían de ser recibidos con el agasajo que merecen los buenos clientes. ¡Ser buenos servidores del Señor y tener que tratar a sus enemigos como si fuesen iguales!
El muy truhán sonrió maliciosamente cuando vio que le mandaban detenerse en medio del campo, y que llevaban sables debajo de las mantas. ¡Buena suerte, caballero! le dijo al valiente Ayvaz. Nada tenéis que temer, porque yo doy la suerte a mis clientes. Aun no hace un año llevé en mi coche a uno que había muerto a su adversario.
La solemnidad empezaba por el furioso volteo de unas campanas montadas en una puerta del salón. Los clientes del notario, sentados en el entresuelo en espera de los papeles que acababan de garrapatear á toda prisa los escribientes, levantaban la cabeza con asombro.
Había corrido mundo, tenía la deferencia de hablarle siempre en castellano, era entendido en hierbas medicinales, sin arrebatarle por esto sus clientes; en fin, que resultaba la única persona de la huerta capaz de «alternar» con él. La aparición era siempre igual.
Lo cierto era que desde el anochecer, toda una procesión de clientes, anonadados unos y amenazantes otros, entraban en las oficinas del banquero, no encontrando otra cosa que las mesas abandonadas y algunos empleados quejumbrosos y todavía no convencidos de la ruina de su principal.
Don Esteban, que se creía obligado á ser anticuario en su calidad de individuo de varias sociedades regionales, iba llenando su casa con los restos del pasado adquiridos en los pueblos ó que le ofrecían espontáneamente sus clientes. No encontraba ya para los cuadros paredes libres, ni espacio en sus salones para los muebles.
La buena de mi tía Pepa le relegó al cuarto del baño. ¡Allí está bien! decía, cuando le hacíamos notar la profanación. ¡Allí, allí está bien! ¡A ese maldito viejo debemos todas nuestras desgracias! A eso de las diez comenzaron a llegar los clientes.
Así, si se cortaba la corriente eléctrica, no había peligro de que los clientes sintiesen la tentación de apropiarse el dinero de la banca. De tarde en tarde sonaba una campanilla, agitada discretamente por uno de los empleados de levita negra que dirigían el juego. Una ficha, una moneda ó un billete había caído bajo de la mesa.
Estaba entumecida por su larga inmovilidad; necesitaba, como todos los que se consideran dichosos, prolongar el goce de su triunfo con un largo paseo. Bajó la escalinata exterior apoyada en un brazo de Miguel. Pasaron entre los cocheros y los escasos chófers que formaban grupos esperando á sus patrones y clientes.
Palabra del Dia
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