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Actualizado: 6 de junio de 2025
La Tiplona había vencido, y había vuelto a la ciudad en varias temporadas, y por último se había casado con un coronel retirado, dueño de aquella casa de la plaza del teatro, el coronel Cerecedo; y allí había vivido años y años dando conciertos caseros y admirada y querida del pueblo filarmónico, agradecido y enamorado de los encantos, cada vez más ostentosos, de la ex tiple.
En toda estación estaba allí el despacho de D. Acisclo, donde este activo labrador y ganadero trataba con chalanes, corredores, rabadanes, aperadores, capataces y caseros: entendiéndose por caseros, no el terror de los inquilinos morosos, como en Madrid, sino los que cuidan y guardan las caserías o viviendas de cada finca rústica.
Así como avanzaba el día, era más grande la afluencia de carros y cabalgaduras en la glorieta de los Cuatro Caminos. Llegaban de Fuencarral, de Alcobendas o de Colmenar, con víveres frescos para los mercados de la villa. Junto con los cántaros de la leche descargábanse en el fielato cestones de huevos cubiertos de paja, piezas de requesón, racimos de pollos y conejos caseros.
Un día tras otro, fue contando las varias peripecias de su vida social, la cual contenía todas las variedades del libertinaje candoroso, de la elegancia pobre y de la tontería honrada. Era también Frasquito un excelente aficionado al arte escénico, y representó en distintos teatros caseros papeles principales en Flor de un día y La trenza de sus cabellos.
Doña Anuncia no cocinaba, pero iba a la compra con la criada y traía lo mejor de lo más barato. Ayudábala a comprar bien un antiguo catedrático de psicología, lógica y ética, gran partidario de la escuela escocesa y de los embutidos caseros. No se fiaba mucho ni del testimonio de sus sentidos ni de las longanizas de la plaza. Era muy amigo de doña Anuncia y la ayudaba a regatear.
Al ir a tomar posesión de la nueva propiedad, los vecinos más prudentes le habían dado buenos consejos. Era muy dueño de visitar su hacienda durante el día, ¿pero pernoctar en su casa?... ¡nunca! No había memoria de que un chueta hubiese dormido en el pueblo. Don Benito no prestó atención a estos consejos y se quedó una noche en su propiedad; pero apenas se metió en la cama huyeron los caseros.
Veía llegar los coches llenos de gente: las carretas ocupadas por familias mientras el aldeano marchaba a la cabeza de la yunta, guiándola con su larga vara; grupos de caseros en mangas de camisa, con la chaqueta y la boina al extremo del garrote que llevaban al hombre como un fusil.
Nepomuceno le había escogido porque con media palabra se habían entendido, y también porque sólo un hombre como Lobato, que era el terror del concejo, podía cobrar las rentas de aquellos caseros, que solían recibir a pedradas y a tiros a los comisionados de apremios, a los alguaciles y a los mayordomos.
Los caseros, más que al interés público, consultan el suyo propio: aprovechemos terreno; ése es su principio: apiñemos gente en estas diligencias paradas, y vivan todos como de viaje; cada habitación es en el día un baúl en que están las personas empaquetadas de pie, y las cosas en la posición que requiere su naturaleza; tan apretado está todo, que en caso de apuro todo podría viajar junto sin romperse.
Tú no has cumplido bien con nuestro pacto decía Coca a Laura. En vez de tomar la «pose» de niña buena y hacer gala de tus caseros talentos, te achicas y enmudeces cuando viene Vázquez... Te limitas a sonreírte de mis manejos, y en el fondo los execras, hallándome indigna de ti... ¡Indigna de mí!...
Palabra del Dia
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