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Actualizado: 29 de junio de 2025


Experimentaba una dulce emoción. ¿Esta sensación era causada por el que caminaba allá, o por el encanto sugestivo del crepúsculo? Una gran calma reinaba a su alrededor; en el horizonte el mar parecía adormecerse.

La vista se me anublaba; caminaba á tientas en medio de los marineros, y hacia esfuerzos supremos de voluntad ... Lo que pasó por mis músculos y nervios, por mis arterias y mi cerebro, es indescriptible; fué una lucha interior tremenda, abrumadora, que me dejó casi exánime.

Caminaba perezosamente por las calles de la ciudad en los fríos crepúsculos de invierno, comprando los encargos de su madre, deteniéndose embobada ante los escaparates que empezaban á iluminarse, y al fin, pasando el puente, se metía en los obscuros callejones de los arrabales para salir al camino de Alboraya. Hasta aquí todo iba bien.

Se hablaba en voz baja; se caminaba ahogando el ruido de los pasos; el palacete, tan alegre antes, parecía habitado ahora por sombras tristes y silenciosas. Desde la misma calle, no subía ningún ruido; una espesa capa de arena había sido extendida delante de la fachada para apagar las pisadas de los caballos y el rodar de los carruajes.

Ahora sucedía todo lo contrario. Se hacía infinitas reflexiones para persuadirse a que la acusación de la encapuchada no era más que vil expresión de la envidia y el despecho en algún enemigo oculto, y a pesar de ellas no podía menos de darla fe. Cuando el coche paró, no se dió cuenta del tiempo que hacía que caminaba; lo mismo podía ser un día que un minuto.

49 Y los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre : ¿Quién es éste, que también perdona pecados? 50 Y dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, ve en paz. 1 Y aconteció después, que él caminaba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios, y los doce con él,

Por fin realizaba el deseo de acabar sus días en un rincón de la soñolienta catedral española, única esperanza que le sonreía cuando caminaba a pie por las carreteras de Europa, ocultándose del guardia civil o del gendarme, y pasaba las noches en un foso, apelotonado, con la barba en las rodillas, creyendo morir de frío.

Lo importante era que Margalida conociese lo que tantas veces había pensado él vagamente en el aislamiento de la torre, sin poder dar forma precisa a sus deseos. Continuó lentamente su camino, para no alcanzar a la familia de Can Mallorquí. Margalida se había reunido con su madre y su hermano. Los vio desde una altura, cuando el grupo caminaba ya por el valle con dirección a la alquería.

Intentó volver sobre sus pasos al sitio donde había estado; pero las piernas se negaron á obedecerla. Veía á aquel hombre tendido y manando sangre: sus cabellos se erizaban de terror. Siguió avanzando. Y otra vez cayó y otra vez se alzó: tropezaba con las paredes, con los puntales de sostén. Caminaba con las manos extendidas siguiendo el trayecto de la galería.

Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó. ¡La Muerte, la Muerte! aulló. Los otros la habían visto también, y ladraban erizados.

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