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Hablando así, el señor Breuil, los ojos arrasados en lágrimas, se había hincado de rodillas. La escena era demasiado tierna para no interesar el corazón artista de la Camargo, y sus manos trémulas estrecharon cordialmente las viejas manos de su adorador. No dijo, casados, no; ¿para qué? La edad de las pasiones está ya lejos. Seremos amigos, nada más que amigos... Y el Sr.

Y era dulce, con dulzura inexpresable, el ocaso de aquellos dos ancianitos, que ante la proximidad de la Nada juntaban la nieve de sus cabezas. Murió María Ana Camargo el día 29 de Abril de 1770, y su cuerpo, vestido de blanco, reposa en la iglesia de San Roque. Cerró sus ojos el señor Breuil, el único de sus amados que no conoció la miel de sus besos.

El tiempo, entretanto, continuaba su obra devastadora; pasaron los años, muchos, cerca de cuarenta, y una mañana la Camargo lloró ante el espejo viendo que sus mejillas habían perdido su frescura, que sus ojos no tenían brillo y que eran grises sus cabellos. Entonces, majestuosa y triste como una reina que abdica, pidió su retiro, que Luis XV la otorgó con una pensión vitalicia de 1,500 libras.

Y ya la Camargo era muy viejecita, ya parecía que todo á su alrededor había concluído, cuando el buen dios Azar vino á consolarla permitiéndola dar al mundo un adiós romántico, de inmensa ternura, que fué como violeta humilde entre el manojo de calientes claveles de su vida. Cierta tarde, la antigua bailarina recibió la visita de un señor anciano que dijo llamarse Mateo Breuil.

No me extraña: Yo nunca he sido presentado á usted; no me he atrevido á tanto; sus ojos, sus grandes ojos, que un tiempo fueron alegría de Francia, me hubiesen anonadado... Muy sorprendida, la Camargo repuso: ¿Y bien? No comprendo...

En los varios retratos que de ella hizo Nicolás Lancret, el único pintor que ha rivalizado con Watteau en frivolidad y elegancia, la Camargo aparece en la plenitud deslumbradora de su gracia.

En los libros del amenísimo Arsenio Houssaye y en la interesante «Correspondencia» de Diderot con Grimm hallamos abundantes noticias relativas á María Ana Camargo, la bailarina más célebre de la Gran Opera, de París, en el siglo XVIII.

En el armorial español se le registra después de la reciente muerte de su hermana Eusebia como único representante de una de las más gloriosas familias de la nobleza europea, con el nombre de Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, último duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almería, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y Calatrava...

La Camargo, frívola, interesada, caprichosa, perversa, enamorada siempre de la belleza, de la distinción y del dinero, es, dentro de la sociedad, galante y artista, que formaron las fastuosidades del Rey-Sol y de Luis XV, su hijo, como un símbolo de carne rosa. Fué aquel un período admirable de desafíos á primera sangre y de madrigales.

Camargo que vous êtes brillante! Mais que Sallé, grands dieux, estravissante! Que vos pas sont lègers, que les siens sont dansants! Elle est inimitable, et vous êtes nouvelle! Les Nymphes sautent comme vous, et les Grâces dansent comme elle.