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Actualizado: 23 de octubre de 2025
El camarero se acercó á Jacobo y puso á su alcance las provisiones que sus amigos le enviaban, sin que él lo echase de ver, sumido en su meditación. El yate había apagado sus fuegos para escapar más fácilmente á una posible persecución y en el mar sin límites, el espíritu de Jacobo, sereno y fortificado, reposaba ya en una tranquilidad absoluta.
A continuación de esta diana, una polca saltona con locas cabriolas de clarinete, y luego se retiraron los músicos. «Debe ser una alborada en honor de alguno de los alemanes vecinos míos. Cualquiera diría que era para mí.» Y Ojeda volvió a dormirse. Dos horas después, mientras se vestía, quiso saber el motivo de esta música, preguntando al camarero que entraba con un jarro de agua caliente.
María asintió con un movimiento de cabeza, Jacobo tocó un timbre eléctrico, al que no acudió el camarero, sino los patrones del yate, Marenval y Tragomer. María, de pie en el salón, un poco pálida bajo la cruda claridad de los tragaluces orlados de cobre, veía llegar á Cristián. ¿Le había amado antes de rechazarlo tan duramente?
Estaremos mejor al aire libre, contemplando el golfo... ¡Venga y no sea niño!... Todo está olvidado. Usted no tiene la culpa. El viejo camarero, que volvía con manteles y platos, no hizo el menor gesto al ver á la pareja instalada en la terraza. Estaba acostumbrado á estas sorpresas.
Imposible encontrarlo mejor en todo París. Al ver que él asentía con un movimiento de cabeza, se aproximó el camarero, y sin necesidad de preguntar qué deseaba la parroquiana, trajo por su propia iniciativa una botella de whisky y dos copas. Después de llenar éstas se alejó, no sin dirigir á Robledo una mirada y una sonrisa iguales á las de la dueña del establecimiento.
Y la imagen de un vacío inmenso como único porvenir hizo saltar lágrimas de la humedad aglomerada en sus ojos. La música había cesado. Un camarero, inmóvil, fingía mirar á lo lejos, escuchando al mismo tiempo su conversación. Los dos ingleses interrumpieron su pintura para contemplar duramente á este gentleman que hacía llorar á una mujer.
Mientras tanto, el capitán, sin dejar de enterarse de los platos disponibles, seguía la discreta mímica del camarero. Con una de sus manos sostenía la puerta entreabierta.
«¡Ah, no!...» Freya dió un salto hacia la puerta. Ella no podría comer al lado de este mueble inmundo, por el que había pasado lo peor de Nápoles. «¡Ah, no! ¡Qué asco!» Ulises estaba junto á la puerta, temiendo que los descubrimientos de Freya fuesen más allá, tapando con su espalda aquel cerrojo que era el orgullo del camarero.
Abarcó con una mirada de ogro el café con leche, el abundante pan y la escasa mantequilla que le trajo el camarero. ¡Poca cosa para él!... Y cuando atacaba todo esto con avidez, se abrió la puerta y entró Freya, sonrosada, fresca por un baño reciente y vestida de hombre. La túnica indostánica había sido reemplazada por un pijama masculino de seda violeta.
Encogiose Artegui de hombros como aquel que se resigna, y tiró del cordón de la campanilla. Cuando un cuarto de hora después entró el camarero con la bandeja, ardía el fuego más que nunca claro y regocijado, y las dos butacas, colocadas a ambos lados de la chimenea, y el velador cubierto de níveo mantel, convidaban a la dulce intimidad del almuerzo.
Palabra del Dia
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