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Actualizado: 4 de septiembre de 2025


Con frecuencia, y ya que estaban apaciguadas, dilatábame largo rato en el cafetín departiendo con las desdichadas, y del coloquio extraía provecho espiritual, puesto que la compasión, a que me movían, es un depurativo del alma; y también observaba los tipos, casi todos estrafalarios, que concurrían en el antro.

Para mayor tormento del pobre muchacho, los dos viejos cínicos del cafetín hablaban a gritos, y por más esfuerzos que hacía, sus palabras le obsesionaban, le hacían olvidar su papel de poeta desesperado e infeliz, del que en el fondo se hallaba satisfecho.

Si permanecía muda y con aquellos ojos que infundían espanto, era porque las almas en pena no pueden mirar de distinto modo. Afirmado en esta creencia, no experimentó sorpresa alguna cuando, en la noche siguiente, al regresar ebrio de su cafetín, tropezó con la enlutada y su niño cerca de la casa. Por segunda vez se quitó el sombrero, gangueando sus palabras con una amabilidad de borracho.

A todo esto había principiado á amanecer; visto lo cual, nos trasladamos al andén de la Estación, prefiriendo helarnos al aire libre viendo los rosicleres de la aurora, á los aires colados y á las crecientes vulgaridades del cafetín. El andén de la estación estaba tan silencioso como solitario.

Todos ignoráis que el volcán ruge a pocos pasos de vosotros; no sabéis que hay un hombre que prepara la más horrible de las tragedias; y mañana, cuando salga en los periódicos la extensa relación de lo ocurrido, no podréis imaginaros que la fiera en figura humana que mató al rival, a la novia y hasta a la mamá, si es que se decide a bajar, era el joven «dulce y simpático» que, pálido como un muerto, estaba hecho un poste cerca del cafetín.

La paternidad de la idea fue del dueño del cafetín establecido frente a la casa de doña Manuela, un sujeto panzudo y flemático, que gozaba en el barrio fama de chistoso y había heredado el apodo de Espantagosos, sin duda porque alguno de sus antecesores no estaba en buenas relaciones con la raza canina.

El fuego le había empujado a un extremo de la plaza; pero apenas se refrescó el ambiente, volvió a la puerta del cafetín, cerca del laurel cargado de buñuelos, cuyas ramas se habían tostado. La falla seguía ardiendo, con sus estallidos de leña vieja, que sonaban como tiros.

Estaban en la misma puerta del cafetín, jugueteando como dos chavales, dándose golpecitos en el abdomen y obsequiándose mutuamente con buñuelos, que acompañaban de latines y signos en el aire, como si se administrasen la comunión. ¡Vaya un par de «puntos» alegres!

Y los dos viejos, que sólo necesitaban unas cuantas copas para ser dueños de la falla, de la plaza y del mundo entero, metiéronse en el cafetín a continuar la obra. Andresito seguía tieso en su puesto, sin mover los pies, con las piernas entumecidas y el cuello dolorido de mirar a lo alto. ¡Y la ingrata no reaparecía!

Iban a hacerse el calzado con él hasta los señores de Bilbao y de Barcelona. Además, componía dramas. Aquella noche salí bastante preocupado del cafetín. Me acosté y tardé en dormirme. en la habitación de al lado un carraspeo seguido de un poderoso suspiro. Era la voz de don Guillén.

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