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Actualizado: 11 de junio de 2025


Altos ribazos coronados por tapias; inabordables riberas de barro y cañaverales sumergidos; un poco más allá el río libre, la confluencia de los dos brazos que abarcaban la antigua ciudad y unían sus corrientes extendiéndose como inmenso lago. Los dos hombres iban a la ventura. Carecían, para guiarse, de las señales normales.

Al pasar cerca de los lavaderos en que la Fleurota le había tan brutalmente revelado su triste paternidad, apretó el paso y volvió hacia otra parte los ojos... Llegó con esto cerca del pueblo y se detuvo un momento junto al estanque inmóvil en cuyas aguas el sol del ocaso ponía irisados reflejos; dormía taciturna el agua en medio de los espesos cañaverales que el viento agitaba suavemente, meciendo con aires de compasión sus blancos penachos.

El 17, como á las once del dia, salimos de las juntas de Sora, y caminando este con cinco dias mas, y encontrando dilatadas playas el 23, llegamos al rio que llaman de las Piedras: habiendo observado en estas márgenes pasadas los mismos cañaverales, sauzales y montes, que antes se han notado en los demas rios, y á sus riberas mucha palizada, que arrebata en tiempo de sus crecientes, distando estas juntas de las pasadas 13 leguas.

A las ocho del dia llegué al Rio de Tarija, que por el poniente se incorpora con el de Jujuy, que viene del S. En estas juntas hace una anchurosa playa el rio, que al lado del S está poblada de sauces y cañaverales: al lado del N es monte alto: aquì se acaban los montes, y desde aquí se llama este rio el Bermejo, ó Colorado.

A través de las verjas pasaban miles y miles de corceles; hombres con el pecho forrado de hierro y cabelleras pendientes del casco, lo mismo que los paladines de remotos siglos; cajas enormes que servían de jaula á los cóndores de la aeronáutica; rosarios de cañones estrechos y largos, pintados de gris, protegidos por mamparas de acero, más semejantes á instrumentos astronómicos que á bocas de muerte; masas y masas de kepis rojos moviéndose con el ritmo de la marcha, y filas de fusiles, unos negros y escuetos, formando lúgubres cañaverales, otros rematados por bayonetas que parecían espigas luminosas.

Los mismos bananeros, esos extensos cañaverales de un color verde claro, agitados siempre por alguna brisa que enmaraña su fina cabellera tan leve, alzábanse silenciosos y derechos, como penachos bien puestos en su sitio.

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