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Actualizado: 7 de junio de 2025


Veo el cuadro entero, vivo, palpitante, ahí, delante de mis ojos; retorno con el alma a la sensación del momento, al terror vago que me invadió, a aquel grito de amenaza y ruego con que hice retirar a un niño que se inclinaba curioso a mirar el abismo y que quedó absorto contemplándome sin comprender ni mi angustia ni su peligro; veo el hondo, hondo valle allá abajo, llega aún a mis oídos el romper de las aguas contra las rocas de la llanura, escena terrible que se desenvuelve misteriosa, sin que el ojo humano jamás la observe, envuelta en la nube diáfana de los vapores irisados: veo las ciclópeas murallas de granito, severas en su inmovilidad, sus florescencias gigantescas, el agua que parece brotar de sus entrañas pletóricas de savia en chorros violentos, como la sangre saltando de una ancha herida... ¡y me revuelvo en la impotencia para pintar ese espectáculo sin igual en esta ínfima porción de lo creado que nos fue dado conocer!

Al pasar cerca de los lavaderos en que la Fleurota le había tan brutalmente revelado su triste paternidad, apretó el paso y volvió hacia otra parte los ojos... Llegó con esto cerca del pueblo y se detuvo un momento junto al estanque inmóvil en cuyas aguas el sol del ocaso ponía irisados reflejos; dormía taciturna el agua en medio de los espesos cañaverales que el viento agitaba suavemente, meciendo con aires de compasión sus blancos penachos.

En la altura, pinos y robles, las plantas todas de la región andina: en el fondo, allá en el valle que se descubre entre el vértigo, la lujosa vegetación de los trópicos, la savia generosa de la tierra caliente, la palmera, la caña, y revoloteando en los aires que miramos desde lo alto, como el águila las nubes, bandadas de loros y guacamayos que juguetean entre los vapores irisados, salen, desaparecen y dan la nota de las regiones cálidas al que los mira desde las regiones frías.

Para llegar al pie de la roca, detrás de la espléndida tapicería líquida que en ese instante brillaba bajo el sol con mil reflejos irisados que jamás alcanzaron las más ricas telas de Persia o la China, era necesario marchar paso a paso, saltando de piedra en piedra o pasando por pequeños puentes de madera que se deshacen con frecuencia.

Subía un repecho y don Fermín veía los bajos irisados de chillona bayeta que mostraba sin miedo Petra, más algo de la muy bordada falda blanca y de una media de seda calada, refinada coquetería que quitaba propiedad al traje y por lo mismo le daba picante atractivo. ¡Qué calor, don Fermín! decía la rubia, enjugando el sudor de la frente con pañuelo de batista barata.

Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron en el tejado.

Palabra del Dia

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