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Otro motivo de respeto era el saberle poseedor de una gran navaja a pesar de los registros que hacían los tripulantes del buque en la gente peligrosa; navaja que nadie había visto, pero que mencionaba con frecuencia en sus bravatas.

Por fin, sus ojos podían dar paso a las lágrimas que se agolpaban a ellos, y deslizándose por sus mejillas caían en el vino. Es verdá, Fermín, estoy loco. Suelto bravatas y... na: soy un mandria. Mira cómo estaré, que un zagal me pegaría. ¿Qué he de matar yo a Mariquita? Ojalá tuviera entrañas negras para eso. Después me matarías , y toos descansaríamos.

Entónces, si es torero, ó matón ó campesino, jinete ó cosa parecida, os echa por lo pronto una granizada de interjecciones de á libra, y va sacando la navaja ó arremangándose los puños para decidir la cuestion por la vía ejecutiva. Al oir al andaluz echando bravatas, le creeríais capaz de tragarse la Sierra-Nevada y desquiciar el mundo de un puntapié.

Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente, si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen de hechos que viniesen a darles cuerpo.

Llegaron a la Aduana, pidió permiso el que los mandaba para entrar a saludar a la Regencia, se lo negamos, creyendo que los de la Junta no habrían perdido el juicio; insistió D. Pedro, golpeando el suelo con el sable y profiriendo amenazas y bravatas; entramos a notificar a los señores qué clase de estantiguas querían colarse en el palacio del gobierno, y este al fin consintió en ser felicitado por los caballeros a la antigua, temiendo despopularizarse si no lo hacía. ¡Debilidad propia de autoridades españolas!

Es más la necia y constante amenaza me ha hecho perder la paciencia, y yo misma, para acabar de una vez, he emplazado, citado y llamado a singular combate al enemigo, que me tiene ya frita y harta de oír sus bravatas y provocaciones. No te entiendo, explícate bien. ¿De qué bravatas hablas? ¿Quién es el enemigo que te provoca?

Moreno, hace usted mal en burlarse de las cosas de la religión. ¡Quién sabe si algún día se arrepentirá usted de esas bravatas! dijo D. Dionisio con su voz cavernosa. ¿Yo? replicó vivamente Adolfo haciendo un gesto furioso, lo mismo que si le hubiesen llamado ladrón.

Ana notó en estas bravatas que se tambaleaba el alcázar de la firmeza tribunicia. Desde entonces su curiosidad perversa la espoleó, y en cierto modo le halagó la idea de que todas, por muy soberbias que fuesen, paraban en caer como ella había caído.