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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Se mesaba los cabellos y corría sin tino por la margen del riachuelo que bajaba de la Peña Mayor. Al dar vuelta á un repliegue del terreno vió blanquear entre los árboles, no muy lejos de , la iglesia de la parroquia. Al mismo tiempo surgió en su espíritu un pensamiento, al cual se agarró el desdichado inmediatamente, como se agarra á un clavo ardiendo el que rueda hacia el abismo.

Poseía un repertorio completísimo de narraciones de disgustos domésticos entre lo más acomodado de la sociedad, que se complacía en contar oportunamente, y escribía revistas de bailes, detallando los trajes y prendidos de las damas. Llevaba las patillas teñidas de rubio y afeitado el bigote, que empezaba descaradamente a blanquear.

Unas veces fijaba la vista en la fisonomía varonil y correcta del comandante, cuya barba recortada comenzaba a blanquear por algunos sitios; otras la entornaba hacia la calle, por donde cruzaban sin cesar transeúntes que cambiaban con nosotros rápidas miradas. Cerca de nosotros, en la otra vidriera, había unos jóvenes que hacían muecas expresivas a cuantas mujeres bonitas o feas pasaban.

La otra potencia de que se valía doña Inés, sin estudio, espontánea y sencillamente para blanquear y hasta para dorar la tenebrosa negrura de su concepto schopenhaueriano del mundo, era el sentimiento vivísimo y atinado, fuente inexhausta de puros deleites, con que percibía su alma toda belleza, tanto espiritual cuanto corpórea. Llamar a esto buen gusto me parece poco.

Calcúlese mi sorpresa y alegría cuando al pasar por delante de la casa vi la ventana abierta y percibí, como todas las noches, blanquear la figura indecisa de mi adorado sueño. Acerqueme con precaución, temiendo una emboscada; pero en seguida me convencí, al escuchar su voz, de que eran infundados mis temores. Me saludó muy enfadada, llamándome chinchoso, feo, ente, fatuo..., ¡gallego!

Al ver entre el follaje marchito de los árboles blanquear la casa de Rosa, se sintió aún peor impresionado. Acercose cautelosamente a ella, se escondió detrás de un árbol, y metiendo los dedos en la boca lanzó un silbido agudo y prolongado. A silbar de este modo le había enseñado su amigo Celesto en las correrías nocturnas que hicieran allá en la primavera.

Era un caballero alto, fornido, de unos cuarenta años de edad, la tez morena, los ojos negros, los cabellos crespos y comenzando a blanquear; fisonomía abierta y simpática. Vestía traje de casa, chaqueta obscura y gorra de cazador. ¡Bis, bis...! ¡menino...! ¡pobrecito, pobrecito! El gato permitió al fin que se le acercase y le dirigió una mirada triste y medrosa.

¡Gloria! dije muy quedo. Presente respondió la voz de la joven. Y al mismo tiempo su graciosa cabeza desnuda se inclinó hacia la reja y vi blanquear sus menudos dientes con la misma sonrisa hechicera y burlona que tenía yo dibujada en el alma. Vi lucir sus ojos negros de terciopelo.

Vi en la obscuridad brillar sus ojos negros, gozosos y blanquear las filas de sus dientes moriscos, y se huyó de repente mi tristeza. Sin embargo, dije exhalando un suspiro: ¡Oh! Si esto dura mucho tiempo, me voy a quedar como una flauta... Mira, las sortijas se me salen del dedo. Mejor, cuanto más delgadito menos galleguito.

En la oscuridad de la sala vi blanquear la faz pálida de doña Tula y su pañolito amarillo y escuché su voz, de timbre agudo y delicado, exclamar: No te asustes, hija mía. No vengo a hacerte ningún daño. Luego se inclinó hacia la reja y me dijo en tono irónico y alegre: Buenas noches, señor capitán.

Palabra del Dia

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