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El padre de Lope era amigo íntimo del señor D. Bernardino de Obregón, y, como él, hacía con ferviente celo obras de caridad y misericordia; asistía en los hospitales á enfermos y pobres, y ejercitaba á sus hijos en prácticas tan piadosas . Consta de El Laurel de Apolo que era también poeta, y no hay dificultad en imaginar que su ejemplo despertó hacia la poesía la precoz inclinación de su hijo, á no ser que se deduzca del pasaje citado, que él mismo no descubrió el talento poético de su padre hasta después de su muerte.

En hora buena. A las doce estaré en las casas derribadas de San Martín dijo don Bernardino, y salió. ¿Y dónde nos veremos nosotros, señor alférez? dijo Juan Montiño á Ginés Saltillo. ¿Sabéis á las gradas de San Felipe? -. Pues á las once y media, en las gradas de San Felipe. Montiño saludó y se volvió al bastidor. Todavía estaba allí la señora Mari Díaz.

La escena me llama, señores dijo la joven ; venid, venid conmigo, Juan, y me veréis trabajar desde adentro. Montiño siguió á Dorotea; don Bernardino siguió á Montiño. Siguieron un trozo de corredor, bajaron unas pendientes escaleras y se encontraron en la parte interior del escenario.

Al poco rato del feliz estreno, se apareció un individuo de la ronda secreta que, empujándola con mal modo, le dijo: «Ea, buena mujer, eche usted a andar para adelante... Y vivo, vivo... ¿Qué dice?... Que se calle y ande... ¿Pero a dónde me lleva? Cállese usted, que le tiene más cuenta... ¡Hala! a San Bernardino. ¿Pero qué mal hago yo... señor?

Tomóle Don Bernardino de Mendoza y dióle á guardar á Francisco Ortiz Zapata, sargento de Rodrigo Zapata, que estaba herido en la tienda, y díjole que no lo diese á otro que á él ó á quien le asiese el dedo pulgar. La puerta estaba tan abestionada, que tardó un rato en abrirse, y con tanta dificultad, que no podía salir más de uno en uno por ella.

Cuando se aburría de las muñecas, tomaba su libro de cuentos, y llegaba el caso de referir lo que leía sin olvidar un detalle, condimentando su relación con observaciones propias, siempre atinadas. Don Bernardino, asustado de esta precocidad, hablaba con terror de la meningitis.

Y la de Esteven: ¡No me ha preguntado por Bernardino! ¡qué rencorosa es!... he de insistir en lo de nuestra ruina, porque viene a pechar... ya me ha echado una indirecta sobre la estancia. Vino Susana con Angelita, y ésta, desgreñada, mordiéndose las uñas, se paró delante de misia Casilda, con aire de pifia... Esta es Angelita dijo Susana risueña, presentándosela. Abraza a la tía Silda, Angelita.

No pasaron diez minutos, cuando Lázaro vió aparecer, viniendo del portillo de San Bernardino, á otros tres personajes, igualmente embozados; observó que se detenían para ver si les miraban, y por último, después de tocar, entraron en la casa. "Ya van ocho", dijo para , y esperó á ver si venía otra remesa. Poco después uno solo, que desembocó por la calle de Osuna y marchando muy á prisa.

Ni Bernardino ni Gregoria asistieron a sus últimos momentos, aunque se les mandó recado de su gravedad; ni se mostraron en el entierro ni en los funerales, probando con esta actitud su propósito de no verse más, de romper para siempre toda relación. Golpes fueron éstos, que acabaron de anonadar a Pablo Aquiles.

Volvió a sermonearle, insistiendo en que por ser demasiado honrado, se encontraba así; pero don Bernardino no la oía, ensimismado.