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Era el hijo de D. Baldomero muy bien parecido y además muy simpático, de estos hombres que se recomiendan con su figura antes de cautivar con su trato, de estos que en una hora de conversación ganan más amigos que otros repartiendo favores positivos.

La noche a que Jacinta se refería, contando estas cosas, noche tristísima para ella por haber adquirido recientemente noticias fidedignas de la infidelidad de su marido, hubo en la casa gran regocijo. Aquel día había entrado en Madrid el Rey Alfonso XII, y D. Baldomero estaba con la Restauración como chiquillo con zapatos nuevos.

Lo que es por se pueden ahorrar el trabajo, porque también, tratándose de tocar el piano, puedo aplicarme aquello de que «el buey suelto bien se lame». ¡Más mejor se lamen dos, don Ricardo! dijo Baldomero coreado por las carcajadas de todos. Así será... pero «solo» nací replicó Ricardo siguiendo la broma, «solo» me como esta humita y «solo» toco el piano.

¿Qué hay conmigo? dijo Melchor, saliendo al corredor y revelando en su semblante y en sus gestos la profunda agitación que lo embargaba. Nada, don Melchor... yo quería hablarlo... ¿quiere que vamos para allá? repuso Baldomero señalando hacia la sala. ¡Hable aquí, no más! ¿Qué hay?...

Dirá usted que es un estafermo, bien; pero los restos del partido progresista, todo cuanto gastó morrión, y algunos chiflados de buena fe, le aclaman. ¿No ha visto usted en las tiendas el retrato de Baldomero I con manto real? El hijo de Isabel II, dos; su madre abdicó o abdicará. Ese, al menos, representa algo; pero es un rapaz; para jugar a la pelota serviría.

¡Ni pienso!... Vaya, Baldomero, y hágalos salir del campo. ¿De «verdá», don Melchor...? ¿Pero no me entiende?... ¿o quiere que vaya yo?... Déjalos, ¡infelices! insistió Lorenzo. ¡No quiero!... ¡Vaya!... ¡No me da la gana!...

Cuando por las noches veía entrar de la calle a D. Baldomero, tan bondadoso y jovial, siempre con su cara de Pascua, vestido de finísimo paño negro y tan limpio y sonrosado, no podía menos de pensar en los nietos que aquel señor debía tener para que hubiera lógica en el mundo, y decía para : «¡Qué abuelito se están perdiendo!». Una noche fue al teatro Real de muy mala gana.

¡Ni lo que haya puesto Garona!... Vaya sacando, amiga. ¿Quiere?... Yo ya vengo dijo desde la puerta Baldomero, teniendo del cabestro su azulejo al que le había sacado el cojinillo. Mientras se disponía la mesa bajo la enramada del poniente, los tres amigos salieron a «estirar las piernas» por las inmediaciones. ¿Por qué no llevan la escopeta? Don Melchor... puede que encuentren algo...

¡Jiu!...¡ Jiú!... repetía Hipólito sin sacar el látigo de la latigera y el break continuaba su marcha, por entre aquel gran silencio interrumpido sólo por el vibrante arpegio de algún pájaro o el sonar del cascabel cada vez que escarceaba, el cadenero. Quieto, Baldomero dijo Melchor, deje que la abra este pueblero: a ver, Ricardo, una gauchada.

¡Dale!, ya pareció aquello respondía don Baldomero Pues yo te probaré... Solía no probar nada, ni el otro tampoco, quedándose cada cual con su opinión; pero con estas sabrosas peloteras pasaban el tiempo.