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Actualizado: 20 de julio de 2025
En vano algunos personajes de la corte le hablaron de que el zar no autorizaría esta unión. ¡Una gran heredera casándose con un soldado extranjero desterrado de su país!... Pero la princesa, por el mismo conducto, hizo saber su voluntad al soberano. O me caso con él, ó debuto como bailarina en un teatro de París. Se habló de la próxima expulsión de Saldaña.
Y ya la Camargo era muy viejecita, ya parecía que todo á su alrededor había concluído, cuando el buen dios Azar vino á consolarla permitiéndola dar al mundo un adiós romántico, de inmensa ternura, que fué como violeta humilde entre el manojo de calientes claveles de su vida. Cierta tarde, la antigua bailarina recibió la visita de un señor anciano que dijo llamarse Mateo Breuil.
Era don Bernardino uno de estos jóvenes fatuos, que han frecuentado siempre los vestuarios de los teatros en busca del desinteresado amor de una bailarina, sin encontrarlo jamás, y que acaban por creerse adorados de una especie de desecho del mundo, que les hace pagar el vidrio como si fuera diamante; galanes que se creen hermosos y discretos y valientes, y junto á los cuales no se puede estar un minuto sin sentir desprecio ó cólera.
Sus ruidosos éxitos de bailarina restaban gravedad á sus extravíos; el reflexivo «Mercurio de Francia» elogió su arte muchas veces; los poetas más notables de su época festejaron su belleza, y si algunos satirizaron sus locuras, lo hicieron suavemente; el mismo Voltaire, en el apogeo entonces de su autoridad de su gloria, compuso en honor de María Ana y de mademoiselle Sallé estos versos famosos: Ah!
Otra tarde, pues aquellos desórdenes eran vespertinos, le aguardó vestida de aldeana, y otra vez en traje de bailarina. Carola no era mujer: era un serrallo. Pero lo que le ponía fuera de sí era admirarla de señora, con abanico de plumas, vestido de cola, escotada y con prendido de flores en el pecho.
Una señora elegante salida de él la sonreía, intentando abrazarla. ¡Abuelita!... ¡abuelita! Lo primero en que se fijó la vieja fué que la bailarina célebre iba vestida de luto: un luto vistoso y sobradamente llamativo, pero luto al fin, que sólo podía ser por su hermano Alberto. Se sintió empujada cariñosamente al otro lado de la verja que acababa de abrir la doncella.
En el caso presente, sin embargo, había cinco que no lo deseaban. Injusto sería decir que el señorito L'Ambert careciese de valor; pero no ignoraba que un duelo semejante, con motivo de una bailarina de la Opera, comprometería gravemente los prestigios de su bien acreditado bufete.
E intentaban abrirse paso hasta ella, entre el tropel de adoradores que continuamente la asediaban bajo la mirada inteligente y voraz de Salvatti. Por entonces murió su padre en un hospital de Milán. Un final tristísimo, según le explicaba en sus cartas la antigua bailarina. ¿De qué había muerto?... Isabella no sabía explicarlo.
¡Claro! un día le saqué de un gran apuro, era un viernes á las siete y media de la mañana, todavía me acuerdo, yo no había almorzado aun... Esa señora que va seguida de una vieja es la célebre Pepay la bailarina... ahora ya no baila desde que un señor muy católico y muy amigo mío... se lo ha prohibido... Allí está el calavera Z, de seguro que va tras la Pepay para hacerla bailar otra vez.
Las doce mudas se reducían a doce camisolines, o sea doce cuellos y doce pecheras. ¡Oh, prodigios de la fantasía! La hermosa bailarina esperó en vano aquella noche a Julio Camba. Su labor teatral en América le dará dinero y gloria. Empleará el magín en forjar versos y situaciones dramáticas en lugar de asaltar editores y prestamistas.
Palabra del Dia
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