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Tenía cuarenta años muy bien cuidados; amaba mucho, y se creía un lechuguino, en la esfera propia de su cargo, cuando dejaba el mandil y se vestía de señorito. Colás era un pinche de vocación decidida, colorado y vivo, de ojos maliciosos y manos listas. Los dos personajes, a más de la robusta montañesa que tenía a su servicio Visita, ayudaban a las damas en su tarea.

Una docena de campesinos prisioneros removían la tierra y ayudaban en la descarga de los muertos. Ahora los conducían en una carreta hasta el borde de la fosa, cayendo en ella como los escombros acarreados de una demolición.

Todos ayudaban a la grande obra de la limpieza y buena distribución de los muebles, al adorno y arreglo de la casa, que estaba primorosa. No faltaba en ella más que una cosa, el amo. Esperábanle cada semana, cada día, cada hora. Se habían recibido cartas suyas.

No tenían cocinero de estos de gorro blanco, sino una cocinera antigua muy bien amañada, que podía medir sus talentos con cualquier jefe; y la ayudaban dos pinchas, que más bien eran alumnas. Todos los primeros de mes recibía Barbarita de su esposo mil duretes.

Ayudaban a la dueña de la casa en la rebusca del género, y además el carro de ésta le traía el saco al regresar de Madrid. El tenía buenos parroquianos. Desde su juventud explotaba una de las mejores calles, toda ella de señorío que comía bien. Con las sobras podía engordar como un fraile, si le gustase comer.

Es de advertir que Perico, aun siendo de los que más ayudaban a engrasar y bruñir con la pomada de su pelo y el frote de sus lomos los bancos de gutapercha, no realizaba el tipo clásico del jugador que anda en estampas y aleluyas morales y edificantes. Cuando perdía, no le ocurrió jamás tirarse de los cabellos, blasfemar ni enseñar los puños a la bóveda celeste.

O hablaba, o escribía, sin descanso. Los frailes dominicanos lo ayudaban, y en el convento de los frailes se estuvo ocho años, escribiendo. Sabía religión y leyes, y autores latinos, que era cuanto en su tiempo se aprendía; pero todo lo usaba hábilmente para defender el derecho del hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes de respetárselo.

Era hombre que cuando se ponía a toser hacía temblar el edificio donde estaba; excelente persona, librecambista rabioso, anglómano y solterón. Entre las casas de Santa Cruz y Arnaiz no hubo nunca rivalidades; antes bien, se ayudaban cuanto podían.

En cambio, a Clementina le ayudaban los acreedores de su marido, sus amigas Pepa Frías, que no cesaba un momento de ir y venir visitando a los médicos, a los magistrados, a los periodistas, la condesa de Cotorraso, la marquesa de Alcudia, su cuñado Calderón, sus amigos el general Patiño y Jiménez Arbós, y más que todos ellos, como quien más obligación tenía, su amante Escosura.

Este y la Iglesia se ayudaban mutuamente, los gobiernos, persiguiendo a los herejes y obligándolos a someterse al clero, y el clero imponiendo la obediencia al rey como un deber religioso".