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Actualizado: 17 de mayo de 2025
¡Ordinario, vulgarote! vociferó ella. Y mientras el atorrante bajaba las escaleras, saltando los peldaños de cuatro en cuatro, Angelita, echada sobre la barandilla, le hacía pitos, diciendo de burlas: ¡Adiós, tío Agapo! Arrojóle un salivazo, tan certero, que le cayó en la mano. ¡Puerca! ¡víbora! refunfuñó el filósofo. Pero, mamá decía Susana, ¿por qué le tratas de ese modo?
Pero el atorrante, que creyó percibir dejo de mujer, apresuróse a cargar el lío y a escapar, temiendo tropezar con su cuñada y que le sorprendiera en flagrante delito de profanación y sacrilegio. Adiós, Nanita; ¡Dios te lo pague, hija! Fué a abrir la puerta, a tiempo que misia Gregoria entraba, con Angelita.
En mano propia recomendó otra vez el joven, tú vas a verla, Agapo, ¡feliz, cien veces feliz! dile de mi parte... no, no le digas nada; entregas la carta, y te marchas, para evitar preguntas: ahí dentro está todo. La emoción le dominaba, y sus ojos azules se empañaron. Registró en sus bolsillos y sacó un reloj de níquel, que ofreció al atorrante.
Tiróle de las barbas a Agapo, y mientras le presentaba su cigarrera de níquel, le deslizó hábilmente en el oído esta pregunta: ¿Hay algo? El atorrante dijo que sí, moviendo la cabeza, muy risueño, a la vez que se apresuraba a desocupar la cigarrera. ¿Vienes, Agapo? dijo el joven. Me voy a la Bolsa y tengo prisa.
Pasaba largo rato; se oía el manoteo del piano en la sala; Agapo pensaba que serían sus sobrinas, Susana y Angela. La puerta volvía a abrirse y el criado entregaba un billete al atorrante, con este recado: Dice el señor que no venga usted con tanta frecuencia. Si no he vuelto desde el mes pasado... pero diga usted al señor que no le incomodaré más.
Se acercó al atorrante, ansiosa, sin disimular el deseo de tener noticias de la otra casa: estaban solos, y bien podía pronunciarse el nombre maldito de los Vargas, sin temor alguno. Pero, ¿qué he de contarte? exclamó Agapo, no sé nada, cosas que yo me imagino. Verás: hoy entro, y me encuentro a misia Casilda con los ojos como tomates, ¿qué quiere decir, Cristo?
¡Qué quiere que haga, señor vigilante! Disputaba a aquel atorrante y alzando el brazo me mostró un perro de esos callejeros, flaco y sucio, que parado sobre tres de sus cuatro patas por tener una enferma, nos miraba desde el atrio ¡esos restos de pescado y de puchero que he envuelto en ese diario! ¿Para qué?
Fué a la alacena, sacó un plato en que se veían restos de los hojaldres desdeñados por el niño la noche antes, y lo puso delante de Agapo, quien, dejando finezas a un lado, empezó a devorar glotonamente. ¿No estás borracho? preguntó la señora, mirándole a la cara. ¡Oh! no protestó el atorrante. Pablo Aquiles te encontró ayer en un estado deplorable. Era día de la patria... y había que festejarlo.
Palabra del Dia
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