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¿Puedo yo entrar de otra manera en casa de mi señor hermano? contestó el atorrante con amargura; que no hay nadie, porque he estado espiando a la puerta y he visto salir a todos, menos a ti; hasta el mucamo ha salido: si me encuentra en la escalera, me echa; es la consigna que tiene del señor Esteven. No digas eso; siempre que hablas de papá, exageras de un modo...

No quería él que se supiera el cercano parentesco de Agapo el atorrante con el rico bolsista don Bernardino, por vergüenza de su propia situación; conservaba hondo rencor contra su hermano, a quien acusaba de haberle abandonado y hasta empujado al vicio para librarse de él, y no le socorría como debiera, ahora que era dueño de cuantiosa fortuna.

Agapo se adelantó, a fin de evitar la luz del farol, y dirigióse a don Pablo, que no se movía, en el umbral del comedor. Tengo que hablarle díjole rápidamente, sígame, afuera, en la calle. El bastón cayó de las manos temblorosas de don Pablo Aquiles... Misia Casilda se había precipitado al atorrante, y le obligó a entrar y a ponerse delante de la luz, que quería evitar.

El atorrante metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó la carta. Y para el tío Agapo, para el pobrecito tío, ¿no hay nada hoy? dijo presentándola, con el aire de un niño que pide un juguete.

Tales son los antecedentes que he conseguido reunir, acerca de las familias de Vargas y Esteven. Agapo no era, así como así, un tipo cualquiera, sino, un atorrante de raza, que había seguido la carrera por sus pasos contados, y conquistado el título a fuerza de contracción y desvelo, favorecido, es verdad, por su vocación a tan honroso oficio y sus excepcionales facultades.

Señora no estando dijo Pampa cerrándole el paso y esgrimiendo el doméstico cetro. ¿Y el patrón? En el Ministerio. ¿Y el niño? En la Bolsa. ¡Esperaré! Déjale pasar dijo misia Casilda desde adentro. El atorrante entró en el comedor; iba menos rotoso y sucio que de costumbre, porque para esta visita hacíase esmerada toilette, en lo que cabe.

El cabo Pérez no se dignaba bajar la vista hasta él, y cuando le pregunté quién sería el personaje me echó una mirada fulminante con su ojo blanquizco que brillaba bajo la visera del kepí, y me dijo: ¿Cree que yo voy a conocer eso?... ¿No ve que es un atorrante de levita?

Sabedor de los enredos de la testamentaría de Vargas, y del profundo cisma de ambas familias, solía él decir con maligna intención, en el seno de la confianza, que quién sabe cuál de los dos, si el millonario don Bernardino o Agapo el atorrante, mantenía más honrado el apellido. A casa de los Esteven iba contadas veces.

Por lo demás, estaba él orgulloso de su categoría de atorrante: no tenía casa y no pagaba alquileres; no tenía criados y no le robaban y vendían; no tenía suegra, ni mujer, ni hijos, que le quemaran la sangre; ni negocios, que le preocuparan; ni amigos, que le engañaran; sobre él no pesaban impuestos ni carga alguna.

Quilito, colérico, dio un empujón al tío, que volvió a cogerle de la cintura, echando más ajos que nunca, furioso también; el joven entonces, las manos libres, sacó el revólver y puso la boca del cañón en la frente del atorrante. Suéltame, suéltame o te mato. La sorpresa de Agapo fué tan grande que, maquinalmente, le soltó. Y Quilito, en salvo, a la distancia, le apuntaba con el arma.