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Actualizado: 11 de junio de 2025


No cobró ánimo Candido, pero siguió á la vieja á una ruin casucha, donde le dió su conductora un bote de pomada para untarse, y le dexó de comer y de beber; luego le enseñó una camita muy aseada, y al lado de la cama un vestido completo: Come, hijo, bebe y duerme, le dixo, y Nuestra Señora de Atocha, el señor San Antonio de Padua, y el señor Santiago de Compostela se queden contigo: mañana volveré.

5 Lucero de Madrid, Nuestra Señora de Atocha, de D. Pedro Francisco Lanini Sagredo. 6 La mejor flor de Sicilia, Santa Rosalía, de Don Agustín de Salazar. 7 Como noble y ofendido, de D. Antonio de la Cueva. 8 Endimión y Diana, de D. Melchor Fernández de León. 9 Será lo que Dios quisiere, de D. Pedro Francisco Lanini Sagredo. 10 El hijo de la molinera, de D. Francisco de Villegas.

El mismo criminal instinto le ayudaba a personalizar, y en efecto, siendo tan grande y múltiple el enemigo, ¿cómo aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una sola persona? Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban que el gran cortejo volvía de Atocha. Levantose Mariano, y por la calle de Ciudad Rodrigo ganó la calle Mayor y la plaza de la Villa.

Vió que alzaban el retrato, que la turba se arremolinaba en circuitos sin fin, y vió agitarse en el aire multitud de pañuelos blancos que salían de aquel torbellino como una espuma. La comitiva desordenada siguió por la calle de Atocha y penetró en la Plaza Mayor. Allí se difundió un poco. Pero después trató de atravesar el arco de la calle de la Amargura para entrar en Platerías.

Ahora mismo te llevaremos a un sitio donde puedes quedar bien persuadido... ¡Manuel! añadió sacando la cabeza por la ventanilla da la vuelta y llévanos a la calle de Atocha. Para delante de la iglesia de San Sebastián. ¡Vivo! Obedeció el cochero, entraron en la ciudad y llegaron al punto designado en pocos minutos. Se apearon allí y dieron orden de que el carruaje les esperase.

Sucedió pues que saliendo una mañana del monesterio de Atocha, se llegó á un mancebo al parecer de veinte y quatro años, poco mas ó menos, todo limpio, todo aseado y todo crugiendo gorgoranes, pero con un cuello tan grande y tan almidonado, que creí que para llevarle fueran menester los hombros de otro Adlante.

Acto continuo repartió las perras, que iba sacando del cartucho una a una, sobándolas un poquito antes de entregarlas, para que no se le escurriesen dos pegadas; y despidiéndose al fin de la pobretería con un sermoncillo gangoso, exhortándoles a la paciencia y humildad, guardó el cartucho, que aún tenía monedas para los de la puerta del frontis de Atocha, y se metió en la iglesia.

A ver a la Gallarde o a Tomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa, el sufrimiento y las esperanzas. ¿Está muy bueno el día? A caballo. De la puerta de Atocha a la de Recoletos, de la de Recoletos a la de Atocha. Andado y desandado este camino muchas veces, una vuelta a pie. A comer a Genieys, o al Comercio: alguna vez en mi casa; las más fuera de ella. ¿Acabé de comer?

Con un solo ejemplo se demuestra el poder de la rutinaria costumbre en aquel santo varón, y es que, viviendo en aquellos días de su ancianidad en la calle de Atocha, entraba siempre por la verja de la calle de San Sebastián y puerta del Norte, sin que hubiera para ello otra razón que la de haber usado dicha entrada en los treinta y siete años que vivió en su renombrada casa de comercio de la Plazuela del Ángel.

Viendo que no se las daban, preguntó, inclinándose a la ventanilla y con voz áspera: ¿A dónde? Ambos se miraron indecisos. A Miguel se le ocurrió por fin decir: Atocha, 145. Era la mayor distancia que halló. Abrigaba el designio de ir a otra parte, pero era necesario convencer a la generala.

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