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Actualizado: 19 de junio de 2025


Hacía la vida del hombre de mundo; entraba en las casas más aristocráticas de la corte; trataba familiarmente a la mayoría de los personajes de la banca y la política; era socio antiguo del Club de los Salvajes, donde se placa en bromear todas las noches con los jóvenes aristócratas que allí se reunían, quienes le trataban con harta confianza que no pocas veces degeneraba en grosería.

En el mundo laico quedan cesantes los empleados, se separa a los ministros, se degrada a los militares... hasta se destrona a los reyes. Pero ¿quién exige responsabilidad al Papa o a los obispos una vez se ven ungidos y en correspondencia más o menos frecuente con el Espíritu Santo? Si pide usted justicia, le envían ante tribunales formados igualmente por aristócratas de la Iglesia.

Imagine usted una ciudad pequeña, devota, vetusta, olvidada en el rincón de una provincia que no era paso para ninguna parte, no sirviendo para nada, de la cual iba retirándose la vida a medida que invadía la campiña; sin industria, muerto el comercio, habitada por burgueses reducidos a escasos recursos y de aristócratas empobrecidos; durante el día, las calles sin movimiento; de noche, las avenidas en tinieblas, reinando un silencio solamente interrumpido por las sonerías de los relojes de las iglesias, y a las diez por el lúgubre tañido de la gran campana de San Pedro recordando la necesidad del descanso al vecindario, del cual tres cuartas partes estaban ya entregados al sueño más bien de puro fastidio que por cansancio.

Poquito a poco se había ido amoldando y ajustando por tal arte a los usos de lo más elegante de Madrid, que ya no se atrevía casi nadie a llamarla la «Reina de las cursis», que era el dictado que al principio le daban. Su marido había atinado en los negocios, y se había enriquecido más aún. Ambos esposos se habían hecho muy aristócratas, religiosos y conservadores.

Raimundo era, como ya sabemos, un chico débil, que no había tenido la educación gimnástica de los jóvenes aristócratas, sus amigos. Aquel viajecito por el estribo, con la marcha rapidísima del tren, que para ellos era cosa baladí, para él, que sentía vértigos al atravesar un puente o subir a una torre, era realmente peligrosísimo.

La gente variaba diariamente. Ante el doctor Chevirev pasaban artistas, escritores, pintores, comerciantes, aristócratas, empleados públicos, oficiales llegados de provincias. Había en la tertulia cocottes, señoras honorables y, en ocasiones, muchachas puras e inocentes, encantadas de cuanto veían y que se emborrachaban a la primera gota de vino.

Por lo común, eran gentes desabridas y regañonas; y en sus peleas contra las veleidades de la baraja, siempre llevaban la parte más cruda unas cuantas viejas aristócratas, como si el ochavo que allí disputaban encarnizadamente alcanzara a tapar los descubiertos y trampas en que vivían, por culpa de sus despilfarros y disipaciones.

Volviendo á las señoras de las clases acomodadas, y especialmente á las aristócratas, hay que aplicar á sus costumbres externas, ó sea á sus hábitos, lo mismo que hemos dicho de su traje: son una repetición exacta de los hábitos de la alta sociedad madrileña.

¿Es que en el número de los escogidos, de los aristócratas del espíritu, no estaba ya pesado en su propio valor, el odioso fárrago del canino Griswold? La infame autopsia moral que se hizo del ilustre difunto debía tener esa bella protesta. Ha de ver ya el mundo libre de mancha al cisne inmaculado.

Carlos de Ohando y algunos condiscípulos suyos, carlistas que se las echaban de aristócratas, comenzaron a proteger al Cacho y a excitarlo y a lanzarlo contra Martín. El Cacho tenía un juego furioso de hombre pequeño é iracundo; el juego de Martín, tranquilo y reposado, era del que está seguro de mismo.

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