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Al cabo de un momento los abrió, miró fijamente al P. Gil, dirigió después la vista a los óleos que tenía en la mano, y sus labios amoratados quisieron plegarse con una sonrisa. ¡Al fin me han untado ustedes! dijo con voz apenas perceptible. Han hecho bien... Pero esta máquina ya no anda, por mucho aceite que ustedes la echen...

Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandes cercos amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que la ponía en cuidado.

Si me envolvía en mi gabán de pieles me asaltaba de pronto la visión de las desgraciadas señoras, mimadas en otro tiempo por todas las comodidades del confort chino, hoy, rojas de frío, vestidas de andrajos de viejas sedas, caminando con los pies amoratados por un campo de nieve.

Era un Cristo muerto: la hendidura lívida del clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho; las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían en sus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpados caídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos y fijos.

Pero ¿no había muerto?... Su embotado pensamiento formulaba esta pregunta, y tras muchos esfuerzos se contestaba á mismo que Pimentó había muerto. Ya no tenía, como antes, la cabeza rota; ahora mostraba el cuerpo rasgado por dos heridas, que Batiste no podía apreciar en qué lugar estaban; pero dos heridas eran, que abrían sus labios amoratados como inagotables fuentes de sangre. Los dos escopetazos: cosa indiscutible.

Hundía los brazos hasta los codos en los enormes bolsillos de sus mugrientos pantalones, y asomaban entre sus gruesos amoratados labios las húmedas y requemadas hebras de una punta de cigarro, que destilaba, por la barbilla abajo, un regato de negruzca saliva, y, en tanto, fijaba el tal, con expresión estúpida, sus ojuelos verdes en los recién llegados.

Sus sienes verdeaban, sus ojeras se teñían de matices amoratados, la bilis se infiltraba bajo la piel, y así como una casa nueva hace parecer más vetustas las que están a su lado, así la lozana juventud de Lucía acentuaba el deterioro del marido.

Los labios amoratados, con profundas grietas, se movían quejumbrosos, murmurando siempre la misma palabra: ¡Perdón...!, ¡perdón! A la vista de aquella ruina, el padre sintió que se venía abajo su coraje. Sus ojos expresaron una tristeza inmensa, anonadadora. Retrocedió de espaldas hasta la puerta de la habitación seguido por la joven, que avanzaba de rodillas tendiéndole las manos.

Neluco, despeado y lacio; y los dos empapados en agua de pies a cabeza, yertos, amoratados de frío... Invadiéronme de nuevo los sobresaltos y las inquietudes, y les pregunté con un miedo horrible a las respuestas: ¿Y don Sabas? Bueno me respondió Neluco con voz empañada. ¿Y Pito Salces? También. ¿Y Pepazos?

Dentro de los cóncavos y amoratados huecos de los ojos, acechaban las pupilas de Mauricia con ferocidad de pájaro cazador. «¿Te lo digo?... Pues el tal sabe echar por la calle de enmedio. Vaya, que es listo y ejecutivo. Te ha armado una trampa, en la cual vas a caer... Como que ya has metido la patita dentro». ¿Yo...? ... .