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Actualizado: 9 de junio de 2025


Don Víctor era poco más alto que Ana; don Álvaro tenía que inclinarse para que su aliento, al hablar, rozase blandamente la cabeza graciosa y pequeña de la dama. Parecía una sombra protectora, un abrigo, un apoyo; se estaba bien junto a aquel hombre como una fortaleza.

Las ventanas, abiertas, dejaban penetrar una paz penumbrosa y el primer aliento somnífero de la noche. Íñigo de la Hoz y su hija Guiomar se establecieron en Avila el año de 1570, viniendo de Valsaín, junto a Segovia, donde tenían su heredad.

Las palabras de su tío le impresionaban de tal modo, que no tuvo aliento más que para decir tímidamente: ¿Esos nada más? Nada más. La gloria es muy divina para que pueda coronar otra cosa que la justicia y el deber. No esperes nada fuera de esto. El torbellino de esa turba ciega te arrastra: ve con él. No te digo más. Camina á la deshonra y la muerte. Adiós. Algún día te acordarás de .

Se dicen esas cosas... y después... si te vi no me acuerdo. Su voz se debilitó y murmuró, con cólera, sílabas incomprensibles. En seguida exclamó con aliento ahogado: Los pequeños... tienen hambre... No hay qué comer... Yo no puedo trabajar. No, pobre mujer, está usted todavía muy débil dijo Elena con dulzura. He traído para ellos pan y carne, y para usted caldo y vino.

La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche. Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la celosía.... Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera. Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.

Decíale los coloquios diarios de aquella santa mujer con el Señor, y cómo, en medio de la oración, el aliento celestial la tocaba de pronto, levantando su cuerpo a varios palmos del suelo. Aquellas cosas eran contadas por la madre con un acento estremecido que derramaba en la noche como sagrado y temeroso aroma de santidad. Durante la mayor parte del día se le abandonaba a su albedrío.

Inclinada sobre la criatura, Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y arreglaba con febriles movimientos el pañolón calcetado que envolvía, como el capullo a la oruga, aquella vida naciente.

Parecíale que alguna persona muy querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia, calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de defunción!

Lo que el alma experimenta en esos momentos no se puede explicar; el mortal se aproxima á Dios, y el hombre es demasiado pequeño para remontar su vuelo al conocimiento del Creador. La muerte del día se asemeja al último suspiro del moribundo. El último aliento del enfermo es una palabra de perdón; la última mirada al sol que desaparece es una oración.

El médico hablaba de política exhalando un aliento de vaho de ron, tratando de pinchar y amoscar a Julián; y, en realidad, si Julián fuese capaz de amostazarse, habría de qué con las noticias que traía Máximo.

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