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Actualizado: 25 de junio de 2025
Junto a Ramiro una aldeana harto hermosa, con retintos cabellos achatados sobre la frente y las orejas cubiertas por grandes conos de plata, gritaba sin descanso: «¡A hechizar demonios! ¡A hechizar demonios!» Religiosos de todas las órdenes se ponían de pie en las graderías y levantaban las manos para acallar a la muchedumbre.
«...Si viene por Canzana díganle que no lo olvido ni lo olvidaré mientras viva... Pues, madre, sabrá cómo estas maestras son buenas para mí y la directora también, pero las niñas me provocan mucho. Todas son más pequeñas que yo y á pesar de eso todas se burlan de mí. Me llaman aldeana, me pintan en los cuadernos de escritura con saya corta y con dengue y me ponen una azada en la mano.
Al joven se le ensanchó el corazón al observar el tono resuelto de estas palabras y dirigió a la aldeana una mirada cariñosa. Desde aquel día no puso más los pies en su casa por no tropezar con Tomás, cuya enemistad ya no ignoraba; pero la vio todas las tardes en el molino.
En la desvencijada escalera de la casa hacían tal ruido los cuatro chicos, hijos de la aldeana propietaria de tan singular edificio, que bastara aquella música para volver loco a cualquiera que en tales regiones habitase. Monsalud decidió buscar inmediatamente mejor albergue. Salió, recorrió todo Elizondo.
En cambio, ella no aguantó el apretón sin decir «¡basta!», lo cual llenó de regocijo al joven, a quien hacía sufrir la superioridad muscular de una mujer, por más que fuese aldeana.
No hay por qué sorprenderse si, bajo otros aspectos, sin hablar de su belleza delicada, no era por completo una aldeana común y poseía asomos de elegancia y un calor de alma que no eran sino los frutos naturales de sus sentimientos de pureza cultivados por el cariño. Era demasiado niña y demasiado ingenua para que su imaginación se extraviara en preguntas respecto de su padre desconocido.
Sonrió al Magistral, y dijo: Los señores están en San Pedro. Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y.... La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistral un refresco delicioso que improvisó con arte. Dios te lo pague, Petrica. Y hablaron. Hablaron de la vida que hacían allí los señores.
Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante, considerando la mala burla que le habían hecho los encantadores, volviendo a su señora Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba qué remedio tendría para volverla a su ser primero; y estos pensamientos le llevaban tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las riendas a Rocinante, el cual, sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la verde yerba de que aquellos campos abundaban.
La cama se hundió; rodamos por el suelo; y rodando llegamos al monte de maíz. Entonces salió la luna; entraron sus rayos por la ventana que yo dejara abierta, y vi a mi robusta aldeana, en pie, hundida una pierna entre los granos de oro y la rodilla de la otra clavada sobre mi pecho.
Pero el desaire, siquiera fuese el de una zafia aldeana, le roía el alma. Por más que aparentase alegría, y brincase y cantase como un estudiante crapuloso, lo cierto es que tenia los nervios excitados y prestos a dispararse.
Palabra del Dia
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