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Actualizado: 29 de julio de 2025
Al hablar como hablamos no nos guía interés egoísta alguno; sentimos zozobras para lo porvenir, motivadas por los alardes de fuerza y expansión de aquel Imperio, y queremos que la nación española esté, cual nosotros estamos, en guardia y sobre aviso.
Con todos sus desdeñosos alardes, debía quedarle un resquemor, porque acompañó dicha frase con un brusco movimiento de hombros y cierto gesto que le contraía los labios y daba a su rostro una expresión desagradable. Habitualmente perdía así la elegancia de la actitud y la distinción del rostro en cuanto le dominaba un estado de pasión; la verdadera mezquindad de su ser se traslucía.
En su impotencia, el gobierno hacía alardes de vigor en las personas que le parecían sospechosas, para que, á fuerza de crueldad, los pueblos no conociesen su flaco, el miedo que dictaba tales medidas.
Kate lloraba desconsolada; Miss Buteffull se había puesto el sombrero y los guantes, como si esperase la orden de marchar. No hacía Currita aquellos alardes artísticos sentimentales a humo de pajas: la noticia había corrido en un segundo por los círculos políticos y aristocráticos de la corte, extendiéndose después por casinos y cafés, tiendas y plazuelas.
No se dió vez que hallándose en misa no se hubiera levantado en el instante más crítico y solemne para desperezarse groseramente abriendo una boca horrorosa y echando un palmo de lengua fuera. Hecho lo cual con mucha sangre fría y la cola tiesa, se salía pian pianito del templo. Todo el mundo censuraba fuertemente estos alardes de impiedad.
Ya habían traspuesto Benina y Almudena, en su tarda andadura, la línea de los Viveros, cuando la anciana vio pasar veloz como el viento, el jamelgo de Ponte, y comprendió lo que había pasado. Ya se lo temía ella, porque no estaba Frasquito para tales bromas, ni su edad le consentía tan ridículos alardes de presunción.
Podía dar los mismos golpes que dieron sus antecesores al conquistar el pendón en las Navas y se arruinaba con igual indiferencia que aquellos de sus abuelos que se habían embarcado para rehacer su fortuna gobernando las Indias. El marqués de San Dionisio mostrábase satisfecho de sus alardes de fuerza, de la rudeza de sus bromas, que terminaban casi siempre con lesiones de los compañeros.
Iba a probar si Pez era el mismo caballero vivaracho y rumboso de antes, o si se había trocado en un empedernido egoísta. La dama, haciendo también graciosos alardes de reserva, replicó: «Cosas mías. Lo que a mí me pasa, ¿a quién interesa más que a mí sola?». Lentamente mi amigo descendía de aquellas cimas de virtud en que se había encaramado.
Para conservar en sociedad este original la prepotencia a que lo habituaron en familia, decidió buscar una actitud, un algo que lo distinguiera de los demás mortales, y a falta de otros méritos, nada encontró mejor que admirar o, más bien, según su lenguaje, espantar a sus contemporáneos, haciendo los más cínicos alardes de la más necia perversidad.
Tan sólo la duquesa de Bara, fiel a la consigna del caudillo, habíase apresurado a sentarse entre las dos ministras cesantes: la de Martínez, mujer sencillísima y modesta, que se hallaba allí como gallina en corral ajeno, y la de García Gómez, cursi pretenciosa, que pretendía deslumbrar a pájara tan larga como la duquesa con sus alardes de elegancia y de buen tono.
Palabra del Dia
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