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Esta cesó cuando Juan, tomándola a la tarde de la mano, la llevó, mientras que Pedro y Adela buscaban flores de saúco para Ana, a la sombra de un camino de rosales que daba al saucal, y donde había de trecho en trecho unos bancos de piedra, y al lado unos atriles, de piedra también, como para poner un libro.

Yo, para quien Adela lo era todo; yo, que hubiera dado cien veces la vida por evitarle el más ligero disgusto, a , en fin, es a quien ha sacrificado indignamente. ¡Y es que ella no me amaba a !

Adela, silenciosa hacía un momento, alzó la cabeza y mantuvo algún tiempo los ojos fijos delante de , viendo como el perfil céltico de Pedro, con su hermosa barba negra, se destacaba, a la luz sana de la tarde, sobre el zócalo de mármol que revestía una de las anchas columnas del corredor de la casa.

Al alba, el desayuno va a ser en el parador. ¡Oh qué tamales, de las especies más diversas, tiene dispuestos Petrona Revolorio! esta tarde, cuando los hizo, se puso el chal de seda. Ana no ha visto su sillón de flores. ¿Adónde ha de estar Adela, sino por el jardín correteando, enseñando cuanto sabe, a la cabeza de un tropel de flores, de flores de ojos negros? ¿Y Lucía?

El padre Ambrosio se quedó en casa, autorizando en ella la presencia de Amparo y yo, después de informarme por ella de la habitación de la Adela, me fui a buscar al comisario de policía de su distrito.

Pusiéronse en esto los días tan lluviosos, que ni Pedro iba a casa, ni Adela a la de la Revolorio, ni podía Ana salir al colgadizo, ni Sol y Lucía, sino estar cerca de ella; ni Juan, fuera de sus horas de leer, que le fatigaban ahora que no estaba contento, tenía modo de estar alejado de la casa.

Y Pedro, como que con la ausencia de Juan venía a ser el caballero servidor de las cuatro niñas, ¿qué había de hacer sino estarlas sirviendo, y mucho mejor cuando no estaba cerca Adela, y mejor aun cuando no estaba junto a Ana, que no ponía buenos ojos cuando miraba a la vez a Sol y a Pedro, y mejor que nunca cuando por algún acaso Lucía y Sol estaban solas?

¡La señora Adela! exclamó la muchacha, y se puso con un ardor febril a su interrumpido trabajo, mientras Mustafá gruñía sordamente. Tardó poco en llegar una mujer harapienta, alta, huesosa, como de treinta y cinco a cuarenta años, que fijó en una mirada insolente. ¿Qué quiere este caballero? preguntó con acento de amenaza a la pobre niña.

En fin, el otro día, me informé por la misma Adela, mientras la acompañaba del bosque a la aldea, abordando con todos los rodeos que exigía una cuestión tan delicada; y como este relato no carece de interés ni aun para las personas más extrañas a todo lo que me atañe, quiero hacértelo oír de labios de la propia Adela, tal como yo lo he oído.

Sol vino, y otras amigas de Ana, mas no Adela. Vivía ya Ana en un sillón de enfermo, porque andar le era penoso, y reclinarse no podía. Ya, como las tardes cuando se está yendo la luz, tenía el rostro a la vez claro y confuso, y todo él como bañado de una dulce bondad.