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Todavía la amaba, o si a usted le place, estaba celoso, tenía celos brutales, aquellos celos que significan la ofensa al sentimiento de propiedad y nada más. Pero ¿de qué podía acusarla? ¡No de haberse entregado a usted! Noticias tenía para estar seguro de que el más leve esfuerzo suyo para demostrarse bueno, una palabra de amor, una frase amable, habrían impedido que la Condesa fuera de usted.

Ambos se reían y yo me figuré, sabe Dios por qué, que la risa de Luciana era nerviosa y falsa, y cátame triste para toda la noche. ¿Estoy, pues, celoso? Ciertamente, Luciana es coqueta y le gusta agradar y ser alabada. ¿Por qué acusarla? Es bella y lo natural es que goce del éxito de su belleza. ¿Y qué me importa, puesto que su corazón es mío y estoy seguro de su rectitud y de su ternura?

En cuanto a la antigua cursería, hemos dicho que apenas osaba ya nadie acusarla de este defecto; defecto, por otra parte, tan vago e indefinible, que depende casi siempre del criterio de las personas el hallarle o no hallarle en otras. Lo que ocurre, por lo común, es que las acusaciones son mutuas.

Había pensado que, si era de otro, sin duda cumplía una obra fructuosa: nadie podía acusarla por eso, nadie podía distraerla de aquella obra. Conocedora de las vías secretas del corazón, sabía cuáles son las palabras que mitigan y curan, las palabras suaves como un ungüento.

Había sonreído, había contestado á las primeras preguntas con una modestia graciosa, fijando sus ojos malignamente cándidos en los oficiales sentados detrás de la mesa presidencial y en los otros hombres con uniforme azul encargados de acusarla ó de leer los documentos de su proceso.

Viéndose en inminente peligro de perderla, ha apelado al medio de acusarla falsamente para evitar su casamiento con el duque de Rosena, y la mejor prueba de que la tiene por inocente es que él mismo la ha desposado.

No puedo acusarla de la menor provocación, ni siquiera instintiva y por ella ignorada. Ni reflección traidora, ni ciego instinto hubo jamás en ella de perderme. Y esto fue la causa de mi perdición. Contra los efectos de aquella reflección o de aquel instinto de sobra hubiera yo acertado a precaverme. Ni siquiera hubiera yo tenido que tomar precaución alguna.

Esto hubiera sido monstruoso. Las mujeres son, por lo general, las que descubren o inventan las aventuras, caídas o deslices de sus enemigas; pero doña Luz estaba tan por cima y tan apartada de toda rivalidad y se había ganado de tal suerte el afecto de todos, que nadie le contaba los pasos ni andaba acechando para ver si daba alguno en falso y acusarla de ello después.

Su cabellera enmarañada le caía sobre la frente y en las extremidades de sus labios las arrugas labradas por la amargura se acentuaban aún más. Tuve miedo, miedo de misma. ¿Lo que acababa de decir no parecía una acusación a Marta, no lo invitaba a acusarla? Te ama demasiado repuse, apretando los dientes. Sabía que iba a hacerle mal y era lo que quería.