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Actualizado: 9 de junio de 2025
El atún estaba bien agarrado y tiraba del sólido gancho, deteniendo la barca, haciéndola danzar locamente sobre las olas. El agua parecía hervir; subían a la superficie espumas y burbujas en turbio remolino, cual si en la profundidad se desarrollase una lucha de gigantes, y de pronto la barca, como agarrada por oculta mano, se acostó, invadiendo el agua hasta la mitad de la cubierta.
Y, con esto, cerró de golpe la ventana, y, despechado y pesaroso, como si le hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho, donde le dejaremos por ahora, porque nos está llamando el gran Sancho Panza, que quiere dar principio a su famoso gobierno. Capítulo XLV. De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y del modo que comenzó a gobernar
El vecindario de la capital se acostó pensando en estas dos enfermedades misteriosas, con la esperanza de que al despertar conocería detalles más interesantes sobre la existencia privada de tan célebres personajes. Ninguno de los dos había podido hablar hasta el presente. Al poeta se lo prohibían los módicos hasta que recobrase su perdido vigor.
Además, aquello le parecía a él mismo tan increíble, que no se atrevía a abrir la boca. Y cuando se acostó en el pesebre que le servía de cama, en medio del establo, acabó por convencerse que Yégof había en otro tiempo domesticado una camada de lobos y que hablaba con ellos de sus desvaríos, como a veces se habla a un perro.
Pero Juan aquella noche se acostó triste, y Lucía misma, que amaneció junto a la ventana en su vestido de tules, abrigados los hombros en una aérea nube azul, se sentía, aromada como un vaso de perfumes, pero seria y recelosa.... Ana mía, Ana mía, aquí está Pedro Real. ¡Míralo qué arrogante!
Tomó agua de una vasija, se cerró la bata, se arregló el enmarañado cabello y miró al Chucro con una suprema mirada de amor y de miedo, castañeteándole los dientes. Con grandes precauciones para no despertarlo, metiose bajo su poncho, se acostó a su lado, apoyando la cabeza contra su pecho... El Chucro, como hombre salvaje, tenía el oído alerta aun durante el sueño.
Luego de cerrar la puerta y tapar con el paño de manos el ojo de la cerradura, se quitó las horquillas, lavose a chapuz la cara porque estaba muy acalorada, y se acostó. Ambos soñaron disparatadamente, porque como durante el sueño trabaja el espíritu abandonado a sí propio, no crea sino desatinos y extravagancias.
Tomada su resolución, entró en el cuarto, se acostó y se durmió. En el hermoso comedor de la quinta de Montretout, Roussel, Herminia y Mauricio acababan de comer. Los jóvenes y su padrino estaban locos de alegría.
Don José, desvelado por la emoción sufrida, pasó en continua queja las horas, y aun así sufrió menos que su hijo: Leocadia se acostó desagradablemente impresionada, pero al poco rato se durmió: Pepe, sentado junto a la cama de su padre y apoyada en su misma almohada la cabeza, oyó sonar en el reloj todas las horas de la noche.
Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tan formidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doña Paula ostentar mayores parches de sebo en las sienes. Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más le atormentaba con sus punzadas, era la del ridículo. «¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómico durante todo el día!
Palabra del Dia
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