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Llegado á los escalones que conducían al atrio saltó de su caballo, y apartando bruscamente á la sorprendida abadesa, dirigióse el doncel al punto donde se hallaba la novicia y extendiendo hacia ella sus brazos, exclamó con amoroso acento, en el que palpitaba profundísima emoción: ¡Constanza! ¡Roger!

Muy bien, señor. El conde besó á su hija en la frente, la levantó y la sentó junto á . Doña Juana permaneció con los ojos bajos. Este caballero es mi antiguo amigo, mi hermano de armas don Francisco de Borja, duque de Gandía, de quien me has oído hablar tantas veces con nuestra parienta la abadesa de las Descalzas.

Dadme, dadme. La monja adelantó y dió una carta á la madre Misericordia. Luego salió. Permitidme, prima mía; permitidme, caballero dijo la abadesa. Doña Catalina y Quevedo se inclinaron. La abadesa abrió con precipitación la carta. ¿De quién será? dijo para Quevedo.

¿Y qué os dijo fray Luis de Aliaga? Nada. ¿Nada? ; , señora, me dijo algo: Desde ahora servís al Santo Oficio. Volved esta tarde. Como con el Santo Oficio no hay más que callar y obedecer, me fuí y volví esta tarde. El inquisidor general me dió una carta y me dijo: Llevadla al momento á la abadesa de las Descalzas Reales. ¡Ah! ¿traéis una carta para ... del inquisidor general? ¿Dónde está?

¿Y qué digo yo á mi tío exclamó con despecho que le satisfaga y no le obligue á recelar de ? ¿Cómo contestar á su carta sin incurrir en el enojo del Inquisidor general? La abadesa empezó á dar vueltas á su imaginación buscando una manera, un recurso. Montiño veía con una profunda ansiedad á la abadesa, pluma en mano, meditando sobre el papel.

La novicia iba á caer desvanecida, pero Roger la recibió en sus brazos y la estrechó amorosamente, con gran escándalo de la abadesa y con no menor admiración de las veinte monjas y novicias que presenciaban tan inesperado desenlace.

Eralo la madre Misericordia, abadesa de las Descalzas Reales de la villa y corte de Madrid. Primero, porque su convento era el más aristocrático. Había sido fundado en 1550 por la señora infanta de Portugal, doña Juana. Le protegían directamente sus majestades. Le visitaban mucho é iban con suma frecuencia á comer en él conservas. Las monjas eran todas señoras pertenecientes á la alta nobleza.

Fueron introducidos en una habitación elegantemente amueblada que servía de salón de música a la Reina, y experimentaron una profunda sorpresa cuando, un instante después, vieron entrar a la abadesa de Santa Cruz y a Isabel de Arcos.

Lucy, hermana de mi abuelo, había sido abadesa de las Ursulinas de Mâcón, y en aquel tiempo iban a visitarla y a jugar en el convento los hijos pequeños de su hermano. No había pasadizo, jardín, celda ni escalera secreta que fuese desconocido por ellos.

Puso la abadesa bajo un sobre la carta para el padre Aliaga y las dos copias adjuntas á ella, y con la dirigida al duque de Lerma, la entregó á Montiño. Dadle un pliego le dijo al señor duque de Lerma, y el otro al señor inquisidor general. ¡Al inquisidor general! ¿Y cuándo? Al momento. ¿Y si me detuviere el duque de Lerma? En cuanto os veáis libre. ¿Tenéis algo que mandarme, señora? Nada más.